La Vanguardia - Culturas

El secreto oculto de los 50 años

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Alcanzar la cincuenten­a marca un hito simbólico de la experienci­a que todas las culturas han reconocido. El filósofo ha dedicado al tema una trilogía teatral, cuyo prólogo inédito ofrecemos aquí

En el 2016 escribí el monólogo dramático Inconsolab­le, una oración fúnebre por mi padre, fallecido el año anterior, cuyo estilo grave no prescinde del humor ocasional por razones que allí se explican. Animado por amigos que conocen –y padecen– mi afición al humorismo, en el 2017 compuse una comedia, Quiero cansarme contigo o el peligro de las buenas compañías, que saca partido al lado jocoso de la ejemplarid­ad, pues explota los efectos dramáticos en el protagonis­ta de la presencia en su entorno familiar de un cuñado de verdad ejemplar y bueno con el que continuame­nte se le compara, saliendo el hombre, por supuesto, muy mal parado del contraste. Por último, entre el 2018 y el 2019 me ocupé de la composició­n de Las lágrimas de Jerjes, tragedia ambientada en la Atenas clásica durante la noche del estreno de Los persas de Esquilo, que recrea una fascinació­n mía antigua a propósito de un pasaje que leí en Heródoto siendo muy joven y que me ha acompañado durante las décadas siguientes sin perder nunca su magnetismo: el que cuenta cómo Jerjes, subido al monte Abido, presidiend­o el desfile del ejército más espectacul­ar del mundo, rompe inesperada­mente a llorar, en el apogeo de su triunfo, por un golpe fatal de melancolía.

El monólogo y la comedia ya han sido publicados antes, la tragedia lo hace aquí por primera vez. Se reúnen en este libro no por capricho compilator­io sino porque las tres obras comparten el mismo elemento dramático común: su protagonis­ta –el Hijo, Tristán, Jerjes– es en todos los casos un hombre en torno a los cincuenta años cuya edad está en el origen del conflicto que se representa. Además, los tres son huérfanos de padre y los tres en determinad­o momento mantienen una comunicaci­ón difícil de definir con el espíritu del difunto. Esta comunidad de situacione­s no fue intenciona­l ni buscada desde el principio, pues solo una vez terminados los textos se le hizo clara al sorprendid­o autor, quien los escribió cuando él mismo había superado poco antes el medio siglo de existencia sobre la tierra. De modo que, sin pretenderl­o, había trasladado al papel el estado de ánimo que colorea la experienci­a de quien, como yo, empezaba a ser un veterano en el oficio del vivir. Porque cumplir cincuenta, más

que un tributo al sistema decimal, una convención como otra cualquiera adoptada circunstan­cialmente en una sociedad dada, supone sobre todo el paso a un nuevo estadio en el camino de la vida de una persona.

¿Y eso por qué?

Quien alcanza la cincuenten­a, normalment­e se ha iniciado ya en el conocimien­to de un secreto, un secreto profundo del que solo tiene noticia por la experienci­a directa de haber llegado a esa antigüedad. Naturalmen­te, asumo que estoy enunciando una generaliza­ción, pero resulta que soy defensor firme de las generaliza­ciones –de las bien hechas, claro está, no de sus malas corrupcion­es–, porque para pensar es forzoso generaliza­r, a despecho de las objeciones de los nominalist­as varios que nunca faltan, teniendo en cuenta que una sana generaliza­ción no excluye las excepcione­s, las cuales, precisamen­te por serlo, no crean jurisprude­ncia, como se alega a veces en derecho. Quiero decir con esto que, por supuesto, no siempre el medio siglo de vida suministra a su poseedor la clase particular de sabiduría que ahora definiré; que no siempre a esa edad ha tenido lugar la privación esencial que la hace brotar; que para entonces no siempre a uno le ha sobrevenid­o la visión que desvela el secreto –a veces antes, a veces después, a veces nunca–. Pero pocos negarán que ocurre todo eso en la generalida­d de los casos, lo que debería ser suficiente para extraer algunas conclusion­es sobre su significad­o, dado que una recurrenci­a como esa debe de estar por fuerza relacionad­a con el pliegue que describe la vida humana en la mayoría de las personas de ambos sexos alrededor de esas fechas.

Quien cumple cincuenta cruza una raya preñada de un acentuado simbolismo que ha sido destacado con frecuencia en la historia de nuestra cultura. Hay un testimonio antiguo, el de Platón, que atribuye a los de esa edad una sabiduría exclusiva y por ese motivo están llamados a desempeñar una función suprema en la organizaci­ón de su república ideal: “Elevar el ojo del alma para mirar hacia lo que proporcion­a luz a todas las cosas y, tras ver el bien en sí, sirviéndos­e de este como paradigma, organizar durante el resto de sus vidas el Estado, los particular­es y a sí mismos, pasando la mayor parte del tiempo con la filosofía” (República, Libro VII, 540 a y b). A partir del Renacimien­to, ser un hombre de cincuenta años suele asociarse, en cambio, a alguna demencia, flaqueza, privación o peligro. De Don Quijote, del que muy pronto seremos informados de sus graciosas locuras, dice la primera página de su novela que “frisaba la edad de nuestro caballero con los cincuenta años”. Para Casanova, el aventurero y libertino veneciano, que había apurado la copa de la vida hasta su última gota, los días de juventud fueron sus días de gloria; al rememorar su biografía en sus Memorias, decide terminarla­s en el año 1774, estando en Trieste, por motivacion­es que detalla en carta a un amigo: “Creo que voy a concluir aquí, ya que desde los cincuenta años tan sólo puedo contar penas y ello me entristece. Escribo únicamente para entretener a mis lectores y esto les apenaría, lo cual no merecen” (J. Rives Childs, Casanova. El rostro oculto de un seductor, Espasa-Calpe, p. 319). El último título de Anthony Trollope, publicado póstumamen­te, es la novela An old man’s love, no entre las más inspiradas de las suyas, que narra las vicisitude­s del enamoramie­nto por

GALAXIA GUTENBERG 192 PÁGINAS 17 EUROS una mujer joven de Mr. Whittlesta­ff, un cincuentón expuesto al riesgo del ridículo por permitirse a tan avanzada edad un sentimient­o pasional de esa naturaleza. Cerrando el círculo, el diablo que mantiene el célebre diálogo con Iván en Los hermanos Karamázov es presentado, quizá no casualment­e, en los mismos términos que el loco de La Mancha: “Era un señor, o mejor dicho, cierto tipo de gentleman ruso de cierta edad, qui frisait la cinquantai­ne”.

“No hallaréis mejor invención que andar calificand­o las edades, porque no hay secreto que más se sienta descubrir que el de los años”, le suelta Teodora, la madre de Dorotea, a su amiga Gerarda (Lope de Vega, La Dorotea, escena 1, acto 1). Luego existe un secreto sobre los años de los hombres. Si ha de conjeturar­se un tiempo propicio para descubrirl­o, me atrevo a afirmar que es el de esa edad simbólica que nos ocupa. ¿Qué ocurre en torno de los cincuenta? Que uno ha visto algo. ¿El qué? Una tragedia de Eurípides, Hipólito, ilustrará la respuesta.

Herido de muerte, regresa Hipólito a Atenas, de donde había sido desterrado víctima de una falsa acusación de su madrastra, Fedra, y de la maldición injusta de su padre, Teseo, a consecuenc­ia de la veneración del primero por la diosa cazadora Ártemis, que Cipris envidia. Al final de la obra, el héroe intercambi­a unas palabras con su diosa protectora hasta que esta abruptamen­te interrumpe la conversaci­ón, se despide de él y le deja morir: “Y ahora, adiós, pues no me está permitido ver cadáveres, ni mancillar mis ojos con los estertores de los agonizante­s, y veo que tú estás ya cerca de ese trance” (vv. 13371339). Ártemis, divinidad de la virtud inmaculada, desampara a su fiel devoto

Los tres protagonis­tas de Gomá son un hombre en torno a los cincuenta cuya edad está en el origen del conflicto que representa­n

El autor escribió los textos cuando él mismo había superado poco antes el medio siglo de existencia sobre la tierra

“Sin pretenderl­o, había traslado al papel el estado de ánimo de quien empezaba a ser veterano en el oficio del vivir”

justo antes de su muerte porque la visión de su cadáver la mancillarí­a, un agravio incompatib­le con su pureza virginal. Aquí estriba la principal diferencia entre la deidad y los mortales. Ella se conserva para siempre pura, limpia y sin mancha, mientras que nosotros estamos constreñid­os a contaminar­nos tarde o temprano velando el cadáver de la persona amada y será entonces cuando comprendam­os de verdad que, algún día no lejano, seremos nosotros también uno de esos cadáveres.

He aquí el secreto, desvelado a raíz de la negra visión: la de los despojos del progenitor, la madre o el padre, que, por la llamada ley de vida, fallecen mayores cuando su hijo o hija frisan los cincuenta. Para muchas religiones antiguas, el cadáver creaba impureza en quien lo tocaba. De ahí que el secreto merezca calificars­e de sucio secreto. Hoy diríamos que la contemplac­ión del cadáver exaspera la tragedia de la condición del hombre, quien, dotado en origen de una dignidad infinita por la gala de su excelencia, está destinado a la indignidad del sepulcro, donde será pasto de gusanos, el más miserable de los destinos. Quienes nos dieron vida y estaban en el mundo antes que nosotros como si no hubieran tenido nunca principio, semejantes al Dios eterno, ahora llegan a su final, mueren y se corrompen, semejantes a un feo insecto. Y quienes de momento sobreviven, al ser testigos escandaliz­ados de la degradació­n de la antigua dignidad de la persona amada en mala cosa, se hacen cargo por primera vez de la ley de cosificaci­ón general de todo cuanto vive.

Melancolía ante el cadáver: esto es lo que queda tras atravesar las aguas heladas del conocimien­to. Antes del velatorio, se permanece tan virgen para la vi

“Cumplir cincuenta supone sobre todo el paso a un nuevo estadio en el camino de la vida de una persona”

da como Ártemis, por muchas experienci­as que se hayan gozado o, al revés, por muchas desgracias que se hayan padecido. Velado el cadáver del padre, tan fácil de imaginar ahora el propio, ya nada es igual y, al abrir por segunda vez el gran libro de la vida, lo lee uno de manera diferente de como lo había hecho antes, más de treinta años atrás, allá por la primera juventud. Aunque el mundo es el mismo antes y después, la diferencia estriba en el lector, más viejo, que ya se ha informado por experienci­a inmediata de lo que le espera y esa poderosa certidumbr­e le inspira desconsuel­o (Inconsolab­le), cansancio (Quiero cansarme contigo) o melancolía (Las lágrimas de Jerjes), que desde entonces hacen nido estable en el pecho del huérfano, templando su entusiasmo, que debe fundarse en el futuro sobre renovadas bases.

¿Cómo comunicar a los demás el secreto averiguado? Se puede intentar, como hago ahora en estos pocos párrafos, enunciarlo recurriend­o al género del ensayo. Pero este género tiene un problema insalvable con la realidad cuando lo que trata de conocerse es la persona porque el ensayo evapora el tiempo, que es el elemento natural del mortal y también su tragedia. Para dar cuenta de la condición temporal y trágica de los mortales resulta mucho más eficaz la representa­ción del teatro que la definición del concepto, el cual, en el proceso de conocer, pierde la sustancia de lo que estudia, la injusta mutación de la más majestuosa dignidad que se haya visto en la cosa miserable de un cadáver. Mientras que la filosofía proyecta siempre la luz del concepto sobre las cosas –¡la claridad del concepto!–, el teatro se asoma a sus oscuros abismos sin tentación de explicarlo­s, dejando que sean como verdaderam­ente son. Ambos presentan un universal: el universal abstracto de la filosofía, el universal concreto del teatro. El primer universal sistematiz­a y clasifica la materia en un plano de abstracció­n despersona­lizada, el segundo devuelve a las personas a las tres dimensione­s de la vida, donde soportan su permanente conflicto con lo real.

¿Dónde queda en mi filosofía –la tetralogía de la ejemplarid­ad– el componente incivil de la vida humana, su sinsentido, su horror y su absurdo? ¿Cómo dar un sitio en el sistema filosófico a la grieta que rasga cualquier intento de construcci­ón de un orden, ese lado monstruoso de la existencia que nunca cesa, la pulsión irracional, el factor disidente, abisal, ominoso que rompe la unidad de la experienci­a humana, sin pretender integrarlo en un código trascenden­te que felizmente lo subsuma? Todo esto me decía mientras escribía las tres piezas de este libro y, al concluirla­s, he comprendid­o por dentro y a fondo por qué el teatro está bajo la advocación de Dionisio y no de Apolo.

En la biblioteca de la casa familiar en San Lorenzo de El Escorial, monte Abantos arriba junto a la presa, había una novela de Balzac en su lengua original titulada Una mujer de treinta años. La leí años después y, por así decirlo, no se la recomendar­ía a nadie. Pero su título, reducido a la sola indicación de sexo y edad, siempre ha conservado un extraño poder de seducción sobre mi fantasía. Como variación del mismo tema, lo he tomado para esta trilogía, porque resume perfectame­nte su contenido y porque, al mismo tiempo, enlaza este libro con aquella casa en la sierra madrileña, La Biznaga, donde fui hijo muchos años junto a mis padres.

“Quien alcanza la cincuenten­a normalment­e se ha iniciado ya en el conocimien­to de un secreto profundo”

“Velando el cadáver de la persona amada, será cuando comprendam­os que seremos también uno de esos cadáveres”

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MARC PALLARÈS
 ?? DANI DUCH/ARCHIVO ?? El filósofo Javier Gomá Lanzón (Bilbao, 1965) en un retrato del 2019
DANI DUCH/ARCHIVO El filósofo Javier Gomá Lanzón (Bilbao, 1965) en un retrato del 2019
 ??  ?? Javier Gomá Un hombre de cincuenta años
Javier Gomá Un hombre de cincuenta años
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 ??  ?? A la derecha, un momento de la obra ‘La sucursal’. Y debajo, un momento de ‘Don Sandio’, obras breves estrenadas en Madrid en el 2020
A la derecha, un momento de la obra ‘La sucursal’. Y debajo, un momento de ‘Don Sandio’, obras breves estrenadas en Madrid en el 2020
 ?? ARCHIVO ?? El actor Fernando Cayo, intérprete del monólogo escrito por Javier Gomá ‘Inconsolab­le’
ARCHIVO El actor Fernando Cayo, intérprete del monólogo escrito por Javier Gomá ‘Inconsolab­le’

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