Cuando nosotros éramos los inmigrantes
La escritora portuguesa Isabela Figueiredo se atreve a hablar del gran tabú migratorio europeo: cuando clases medias y bajas se fueron a África en busca de trabajo y forjaron un nuevo tipo de colonialismo
Cuando en este país se habla de inmigración, siempre aparece alguien recordando aquella década, la de los sesenta, en la que muchos españoles hicieron el petate y viajaron a Alemania para labrarse un futuro. Sin embargo, rara vez miramos hacia abajo, hacia África, para hablar de la época en la que éramos nosotros quienes cruzábamos el Estrecho para buscar trabajo. Y es que se tiende a pensar que en Guinea Ecuatorial todos los españoles vivían en grandes fincas, rodeados de esclavos y de palmeras en la nieve, cuando lo cierto es que hubo muchos obreros que se embarcaron rumbo a aquella colonia no para explotar a los nativos, sino para conseguir lo mismo que décadas después buscarían sus hijos en Alemania.
Isabela Figueiredo (1963) conoce sobradamente ese tipo de colonialismo, el de las clases bajas, porque ella misma nació en el seno de una familia afincada en Lourenço Marques (actual Maputo) durante la época en que Mozambique pertenecía a Portugal. Pero su padre no fue un rico hacendado, ni un esclavista sin escrúpulos, ni siquiera un militar con mano de hierro, sino un simple electricista que abandonó su pueblo natal para buscarse la vida. Por tanto, era un blanco que estaba por debajo de los otros blancos, pero, eso sí, por encima de los negros.
En Cuaderno de memorias coloniales Figueiredo trata de comprender a su padre. Y no es fácil. Porque estamos hablando de un hombre que, cuando sentía la llamada de los instintos primarios, se iba a los barrios de chabolas y elegía a la nativa con la que le apetecía acostarse. De manera que el progenitor de Figueiredo era mirado con desprecio por los burgueses y con temor por los oriundos, y no tardó en aprender a sacar provecho de la posición intermedia que su condición le otorgaba. Sin embargo, su hija concibió una conciencia social a una edad temprana y eso hizo que siempre vivieran psicológicamente separados. De hecho, ella pasó toda la vida si bien no enfrentada a su padre, sí a lo que él representaba.
La publicación de estas memorias familiares no sentó nada bien entre los retornados portugueses. La rememoración de las crueldades a las que se sometió al pueblo mozambiqueño soliviantó a cuantos prefieren recordar aquella época como una especie de memorias de África colectivas, y la autora tuvo que soportar críticas de toda índole. Le acusaron de fantasear en exceso, de ser demasiado pequeña en el momento de los hechos narrados como para recordarlos con precisión, de pertenecer a una extracción social –la de los obreros blancos– que le impidió tener una visión de conjunto de la realidad colonial… Pero lo más interesante es que también le atacaron los retornados de su misma condición. El libro, nos dice la autora en el prefacio, “no fue del agrado de un sector nostálgico de los retornados, incluso entre aquellos que vivieron hasta cierto punto la discriminación en sus propias carnes”. Y es que Figueiredo ha roto un tabú, uno que ella misma llama ‘intriga colonial’, por el cual no debía hablarse de lo que también hicieron los que aseguraban que solo fueron a Mozambique a trabajar. Y eso, claro, siempre molesta.
La publicación de estas memorias le ha costado a la autora numerosas críticas de furiosos retornados portugueses