Para qué sirven los premios
En el año 1955 varios hombres de letras barceloneses decidieron poner en marcha un Premio de la Crítica que resaltara los mejores libros del momento. Al novelista Tomás Salvador se sumaron Juan Ramón Masoliver, jefe de las páginas literarias de La Vanguardia; Julio Manegat, reputada firma del Noticiero –su archivo personal ha sido cedido hace poco por sus herederos al Ateneu Barcelonès–; Josep Maria Castellet, Guillermo Díaz Plaja, Àngel Marsà y Llorenç Gomis. Se trataba de un reconocimiento honorífico, con voluntad de independencia, y el jurado lo compondrían en años sucesivos los críticos de los principales diarios. La primera convocatoria se falló en Zaragoza y premió La cátira de Camilo José Cela. Después y durante años se otorgó en un restaurante de Vallensana cómodamente próximo al domicilio de Masoliver. Luego ha sido itinerante.
También ha resultado prescriptor: nada menos que La casa verde, La saga/fuga de JB o La verdad sobre el caso Savolta lo obtuvieron antes de otros galardones. Desde 1976 incluye distinciones a narrativa y poesía en las cuatro principales lenguas españolas. Los organiza la Asociación de Críticos Literarios Españoles, que actualmente preside Fernando Valls.
El sistema literario español bascula en buena medida en torno a los premios. Aunque bastante menos que el francés: basta hojear el Lire Magazine Littéraire para constatar la gran proliferación de reconocimientos en un país vecino que sigue siendo ejemplar en el cuidado al libro y la cultura. Entre nosotros ha cundido, por un lado, el modelo de premios a novelas inéditas impulsados por editoriales o instituciones (a la zaga del premio Nadal surgieron el Planeta, el Biblioteca Breve o el Herralde; en catalán, el Sant Jordi o el Prudenci Bertrana). Pero también se otorgan los destinados a obra ya publicada, como los Nacionales de narrativa, poesía o ensayo del Ministerio de Cultura.
En esta última línea han ido funcionando los premios Ciudad de Barcelona, fundados en 1949, y que reconocen obras tanto en catalán como en castellano en distintas categorías. Con motivo de la pandemia en el 2020 no se convocaron, a fin de destinar su importe a becas. De la convocatoria del 2021 no se sabe nada. Esperemos que estos respetados reconocimientos de ciudad se reactiven pronto, porque consolidar un símbolo cultural resulta lento y difícil, mientras que acabar con ellos es muy fácil. En cuanto a los premios Nacionals de la Generalitat, han cambiado varias veces de criterio.
¿Para qué sirven los premios? Quien esto escribe ha sido jurado en varios: el Princesa de Asturias de las Letras, que se concede a la trayectoria (el del 2021 recayó el pasado miércoles en Emmanuel Carrère, uno de los autores más interesantes e influyentes de nuestro tiempo); el Gaziel de biografía; el Carvalho de literatura policaca; el Alfaguara de novela. Mi percepción es que los premios sirven para confirmar y consolidar vocaciones, pero también para poner un foco de interés público sobre los ganadores, reafirmando o mejorando su posición en el ecosistema cultural. Los premios revalidan, por la atención que les brindan los medios de comunicación, la visibilidad social de la literatura: hacen que se hable de lectura y de escritores, y animan a los ciudadanos a desplazarse hasta las librerías. Cuando se fallan con acierto prestigian a quien los recibe y a quien los convoca. Estimulan la vida literaria y la relación de sus integrantes a través de los actos de entrega, convocatorias y fiestas variopintas. En ciertos casos reconocen el trabajo de toda una vida. Pueden ser criticables y mejorables, y a veces resultan injustos, pero cumplen un papel beneficioso y útil.
Hay quien critica los premios diciendo que no tienen nada que ver con “la verdadera literatura”. Pero “la verdadera literatura” no es la misma según quién hable o escriba sobre ella, y cuando sale a relucir este impreciso concepto siento el mismo escepticismo que cuando alguien dice de sí mismo que es “muy ético”.
Los últimos premios de la Crítica los han ganado, en lengua catalana, Albert Pijoan, por su novela Tsunami, y Maria Josep Escrivà, por el poemario Sempre és tard. En gallego Inma López Silva, por O libro da filla ;yAna Romaní, por A desvértebra. En vasco Pello Lizarralde, por Argiantza ;yJon Gerediaga, por Natura berriak .En castellano, el excelente poeta Ramon Andrés, muchos años residente en Barcelona, y Arturo Pérez-Réverte.
Este último es hoy el autor español más internacional, con millones de ejemplares vendidos de sus obras; excelente prosista, con un mundo propio rico en acción y aventura, y buen conocedor de los mecanismos narrativos. No siempre el establishment de la crítica le ha contemplado con buenos ojos, y aunque es académico de la RAE a veces se ha hablado de él como un literato “comercial”, confundiendo, como a menudo ocurre, lo popular con lo comercial, la característica con la consecuencia.
En septiembre pasado publicó Línea de fuego, una ambiciosa novela ambientada en la Guerra Civil que algunos consideramos de muy alto nivel, entre las mejores consagradas al tema histórico más trascendental de la España contemporánea, y quizás el mayor logro en la extensa carrera del autor. Esta vez los integrantes del Premio de la Crítica también parecen haberlo visto así, y le han dado un espaldarazo que apuntala el valor de la obra y contrapesa alguna visión tal vez demasiado perezosa de su trabajo. Algo que el padre de Alatriste posiblemente ya no necesite pero tampoco le va a ir mal, y que evidencia, con justicia, la obviedad de que es compatible ser autor popular y un gran escritor. Para eso también sirven los premios.
El Premio de la Crítica a Pérez-Reverte reconoce una obra de alto nivel, más allá del tópico del “autor comercial”