Cuaderno del vacío
Relato entre la búsqueda apasionada del músico renacentista y el diario personal del escritor en la pandemia
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Uno de los aspectos que más admiro del arte de componer de Ramón Andrés (Pamplona, 1955) es su extrema libertad enlaelaboracióndeunaobraquenodudo en calificar de uno de los hitos más altos del ensayo (y de la poesía) en lengua castellana de los últimos veinte años. Su cultura –una cultura que se atesora, que no se improvisa a golpe de buscador virtual– le permite enlazar agudas reflexiones sobre música, filosofía, arte, historia, literatura, religión... Nada humano resulta ajeno a este creador singular. El título que presento, por ejemplo, combina una búsqueda apasionada: la del músico francoflamenco Josquin Desprez, uno de los autores más relevantes del Renacimiento, con un cuaderno personal escrito durante la pandemia.
El músico trotamundos tiene mucha más presencia que el escritor confinado o paseante, algo que tiene que ver con el talante de Andrés de desplazar el foco del interés narrativo más allá del yo. El relato de una búsqueda y un diario, hay que decirlo, son dos formas harto dispares de la narración: el autor logra armonizarlas plenamente. Hay admiración por el genio
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y la personalidad de Josquin. Y no solo porque el autor navarro es, a su vez, también músico y un erudito de la música que domina su lenguaje hasta los más sutiles repliegues.
La investigación –tan bien representada en la foto de la cubierta: el autor siguiendo lo que se me antoja el fantasma de Josquin– provienedelaidentificaciónconquien es considerado uno de los grandes maestros de la música vocal polifónica. Pero también con un hombre que, a pesar de su innegable talento, parece querer pasar de puntillas por la sociedad de su tiempo.
El autor confiesa que estuvo a punto de titular el libro Cuaderno del vacío, puesto que el acompañamiento a Josquin “no encierra otra intención que buscar la serenidad y un lenguaje que me permita entrar y salir de mí mismo sin sentir ningún apego”. Lo dicho. Las referencias al silencio y al sonido, constantes en su obra, también se dan aquí; en ocasiones, aplicadas a la naturaleza: “Añoro cuando las regatas –aquí llamamos así a las torrenteras– bajan llenas y dan al bosque la sonoridad de un origen”. La belleza de esta obra entra, también, por el oído. Y, en el desarrollo de la escritura, Andrés nos va confiando un sinfín de tesoros que complacerán al lector exigente: unas yeguas vistas en un prado recuerdan un poema de Frost; el natural escurridizodelapodencaBetinatraeelrecuerdo de la anguila de unos versos de Montale.
Andrés vive la cultura en toda su profundidad, consustancialmente. También propone llamar a la célebre Juana la Loca –y lo defiende con razones poderosas– Juana la Melancólica. Leemos unas reflexiones magníficas sobre los maestros, que “mueren en el interior deuno”(Aleixandre,Buero,Hernández). En otro pasaje, incide críticamente en la tesis del poema de Gil de Biedma No volveré a ser joven, el que empieza “que la vida iba en serio”. Seguir a Josquin, revela el autor, ha sido una manera de “sortear la precariedad del mundo y recorrer una distancia que sólo puedo cubrir, lo reconozco, a través de la música”. Un libro estimulantedondeloshaya.