Ni mi casa es ya mi casa
Narración impregnada por el carácter nómada y el impulso viajero de su autora, que en esta ocasión recala, entre vaivenes temporales, en la isla de Menorca
Patricia Almarcegui (Zaragoza, 1969) es escritora y docente de Literatura Comparada. Profesora invitada en la Sorbona, ha residido como investigadora en París y Nueva York. Autora de las novelas Elpintorylaviajera (2011) y La memoria del cuerpo (2017), aquí nos interesan, sobre todo, por su relación con Las vidas que no viví, los libros sobre viajes, como Los viajes de Marco Polo (2013), El sentido del viaje (2013) o Los mitos del viaje (2019). Almarcegui se considera una escritora nómada, “la curiosidad te impulsa a viajar”, “viajo para conocer culturas o sociedades diferentes”; y le impactó especialmente su visita a Irán, de la que deja testimonio en Conocer Irán (2018).
Las vidas que no viví se abre narrando un naufragio, del que sólo se salva un superviviente en “la costa más cruel y más bella de la isla”, Menorca. Un año después, para que no volviera a ocurrir el desastre, se construye un faro que, para la protagonista, “fue durante muchos veranos el horizonte de su mundo”. Anna, en su regreso a la isla, y su amiga Pari, nuevos Robinson Crusoe y Viernes, deciden instalarse en el abandonado hotel de Torrepetxina y diseñar un jardín que es un huerto, o viceversa, y a partir de aquí empiezan a desarrollarse los distintos centros narrativos, con avances y retrocesos en el tiempo, sin que la novela pierda la naturaleza y fluidez de una novela lineal, pese a los frecuentes vacíos en la memoria de Anna: “No me acuerdo de nada más”, admite.
Conocemos a los miembros de su familia. El padre, que “no hablaba, se dormía y volvía a cerrar los ojos”, y la madre, que de joven había sido nudista, se separa de su marido. “Vendimos el piso de Ciutadella, vendimos el hortal y me quedé sin casa”. Y es a partir de aquí que se siente obligada a cambiar continuamente de casa, siempre decidida a cultivar otro huerto, en el que está el origen del jardín.
Es así como vivimos intensamente la naturaleza. “Plantaré mis manos en el jardín. Brotaré”, en lo que es “un espacio para crear”. La verdura y las flores se confunden y vemos “los frutos entre la luz, como joyas”. El azafrán está presente en el paisaje de toda isla. Anna tiene un máster en paisajismo. Su profesor era uno de los paisajistas mas reconocidos en el país. Y su pasión viene a compensar la pobreza de los vínculos familiares y sentimentales. Apenas si conoce el amor, pero sí habla con frecuencia y de una manera muy explícita del sexo. Se separa pronto de su marido, y de esta relación queda su hijo. Curiosamente, Patricia Almarcegui es muy parca a la hora de hablarnos de los personajes, a los que apenas si conocemos por el nombre. Un buen ejemplo es el de la siempre presente Pari.
La búsqueda de nuevos espacios le obliga a un detallado recorrido por la isla.
⁄ La protagonista regresa a la isla junto a una amiga, y se instalan como nuevos Robinson Crusoe y Viernes
⁄ La originalidad de la novela está en la vida que respiran los personajes y también en el espacio donde se desarrolla
De Menorca señala su naturaleza frágil pero desbordada. Y nos da el nombre de cada uno de los lugares que recorre: la albufera de Es Grau, las cuevas de Macarelleta, Sa Cucanya, Cala Morell, el puerto de Fornells, y así hasta el infinito. De nuevo, no hay descripciones pero, para hacerlo más inmediato, la prosa está salpicada del léxico vernacular: porxada, ullastre, safreig, esclatasangs, rebost o codolars, acompañado por unos versos de Maria Mercè Marçal, a la que le acompañan otros de la iraní Forugh Farrojzad, pues Irán está muy presente, sobre todo en las numerosas páginas dedicadas a la agitada historia de la isla. De modo que no podemos concebir Menorca sin Anna ni Anna sin Menorca. Parte de la originalidad de esta novela está precisamente en la vida que respiran los personajes, pero también la del espacio donde se desarrollalaacción. /