La Vanguardia - Culturas

La estructura como alma de la novela

Elisa Victoria ofrece una historia que consigue anclarse en el presente gracias a la reconstruc­ción de momentos remotos simultáneo­s, como si todo fuese un presente infinito

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⁄ ‘Otaberra’ evoca inevitable­mente a ‘Obabakoak’ de Atxaga, pero no puede tratarse de nada más opuesto

La escritora sevillana Elisa Victoria acaba de publicar su última novela, ‘Otaberra’

Elisa Victoria nació Sevilla en 1985. Licenciada en Filosofía y Letras y Magisterio y colaborado­ra en numerosos medios, es autora, entre otros, de los minirrelat­os Porn & Pains, sobre la historia de actrices porno, y de las novelas Voz vieja (2019) y El Evangelio (2021). Otaberra evoca inevitable­mente a Obabakoak de Bernardo Atxaga, pero no puede tratarse de nada más opuesto. Otaberra es “un pueblo sin gracia, ni grande ni pequeño, donde todo es cemento, industria y chismorreo”, “este pueblo infecto que no quiere que vayamos, que nos quiere bien dentro del perímetro para engullirno­s y triturar nuestros huesos pálidos sin dificultad”. Un pueblo del que sabemos muy poco, que apenas si se nos describe, con excepción de la acequia, un lugar por varios motivos peligroso. Y que nos ofrece nuevaslect­urasyunapr­ogresivain­tensidad dramáticam­ente expresada a través de su estructura. Que no es un simple artificio retórico sino que responde a una concepción de la vida, ya que consigue anclarse en el presente gracias a la reconstruc­ción de momentos remotos simultáneo­s, como si todo fuese un presentein­finito,loqueexpli­caquesipor­un lado el presente de la juventud es limitado, por el otro se trata de “miles de momentos remotos simultáneo­s”.

Para crear esta sensación de simultanei­dad saltamos del presente al pasado y de nuevo al presente, del instante en que hacemos una foto al recuerdo de la muerte. Esto se consigue con naturalida­d dado que estamos leyendo lo que está escribiend­o la protagonis­ta, quien “con el mismo espíritu envío un saludo especial a quienes me lean cuando yo misma me haya muerto porque darán sentido completo a este libro”. La protagonis­ta y narradora es Renata, aunque nosotros no lo leemos como algo personal sino como una narración deus ex machina o en tercera persona. Renata, nacida en 1961, es una científica que en 1989 da una conferenci­a sobre sus experiment­os en bioquímica. No sabemos a qué se debe su tensión. Sabemos que de pequeña no fue bautizada, que le ha venido la regla a los ocho años y que no podrá procrear. No habla de su novio, Eusebio, que le saca once años.

En Otaberra nadie le quiere, despierta repulsión, se le considera un bicho raro que prefiere vestir de negro, “no sólo porque parezca una estética poderosa sino porque además le sirve para manifestar su propio funeral”, una frase que en el conjunto de la novela adquiere una especial resonancia. La propia Elisa Victoria nos dice que ella en su pubertad “tenía grandes complicaci­ones sociales, no sentía que encajaba, empecé a tener ansiedad”; por eso, como Renata, al “ver cómo mi mano deslizaba el bolígrafo sobre el papel, sentía que mi existencia tenía sentido”, “escribir es lo único que me queda”. Ella pasa miedo por ser amiga de alguien tan complicado. Él le habla del dinero que le da el hombre que vive pasada la acequia, que sí, le toca un poco. Ella le suplica que no vaya más allí, que es un lugar peligroso.

Eusebio se declara a Renata, que le rechaza. Deprimido, se va a la acequia. Y aquí, en lo que nos lleva a la clave del libro, interrumpo mi relato. El planteamie­nto de la novela es muy inteligent­e y los lectores siguen con interés los distintos conflictos. A veces resulta confuso distinguir a algunos personajes de otros, hay expresione­s fuera de lugar, como el coloquial “el tío” por el tipo, y sorprende –habla un experto– su poca resistenci­a al alcohol cuando habla de resaca tras beber tres cañas. Pero, sin caer en los ditirambos de los que ha sido y hemos sido víctimas, la novela es altamente recomendab­le. /

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