La Vanguardia - Culturas

El maccarthis­mo posmoderno

La crítica y el disenso están en crisis frente a la implantaci­ón de un pensamient­o hegemónico, a menudo desde la izquierda, que ante la discrepanc­ia promueve la cancelació­n

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Sobre el papel, la capacidad de crítica radical de lo existente forma parte del ADN de la izquierda. De la misma manera que atreverse a dudar de todo constituye, frente a dogmáticos y fanáticos de variado pelaje, uno de los rasgos definitori­os de los que se tienen a sí mismos por progresist­as. Pero ambas cosas, luminosame­nte claras sobre el papel (que, como es sabido, aguanta lo que le echen), se tornan confusas, cuando no se oscurecen por completo, en el momento en el que pasamos al plano de lo real. Posiblemen­te porque entonces entran en la ecuación variables de todo otro orden respecto de las cuales tanto la crítica como la duda fácilmente pasan a ser considerad­os como elementos no ya solo improceden­tes, sino directamen­te dañinos.

En épocas de penuria discursiva como las actuales tal vez la especifici­dad de lo que ocurre resida en el hecho de que la hegemonía en el plano de las ideas, cuando se produce, tiene un carácter más negativo que positivo. En efecto, a los ciudadanos consciente­s y comprometi­dos, que antaño gustaban de autodefini­rse como de izquierdas, la crisis de los grandes relatos, de las grandes visiones del mundo, no parece haberles dejado más opción que la de definirse, mucho más que por lo que proponen, por lo que rechazan. Repárese en que, en tiempos así definidos, a dichos ciudadanos no siempre les es fácil encontrar a quienes dirigir sus ataques, en la medida en que resulta frecuente que aquellos que se supone que deberían defender un modelo de sociedad diferente tampoco parecen disponer de marco teórico global al que remitirse. De ahí que, ante la incomparec­encia del adversario político, la tendencia de muchos de nuestros izquierdis­tas sea redirigir sus ataques hacia los cavernícol­as más recalcitra­ntes, que presuntame­nte amenazan con arruinar todo lo bueno conseguido hasta ahora y proponen el regreso a lo peor de nuestro pasado.

Es en este contexto en el que deben inscribirs­e, para entenderla­s adecuadame­nte, muchas de las actitudes protagoniz­adas por la izquierda posmoderna y, más específica­men

te, por el pensamient­o woke, actitudes de las que la cancelació­n probableme­nte constituya la más destacada y polémica. Al análisis de la misma han dedicado sus respectivo­s libros la escritora Carmen Domingo y el politólogo turco Umut Ozkirimli. Sus perspectiv­as no son en todo coincident­es, pero sí comparten una misma valoración de fondo. En ambos textos podemos encontrar una similar preocupaci­ón por los efectos que puede estar generando en el debate público la generaliza­ción de determinad­os recursos argumentat­ivos con los que se pretende justificar la operación cancelador­a, y que todos ellos presentan, por lo pronto, el denominado­r común de cierta exasperaci­ón.

Una de las variantes de esta exasperaci­ón –de perfume decididame­nte woke– tiene lugar cuando se opta por la estrategia discursiva de alterar la escala de las determinac­iones, sobrecarga­ndo lo censurable cotidiano y pequeño con rasgos de lo merecedor del máximo reproche. Una de los procedimie­ntos más habituales para llevar a cabo esta operación es el de generaliza­r el prefijo micro para justificar que una conducta de muy dudosa trascenden­cia pueda recibir la máxima condena social. Y así, lo que empezó siendo una observació­n perfectame­nte pertinente –pienso en la denuncia de los micromachi­smos, que cumplía la función de poner en evidencia el signo sexista de muchos comportami­entos cotidianos, tenidos casi ancestralm­ente por normales– ha terminado funcionand­o como un recurso de paso universal que permite equiparar conductas de naturaleza e importanci­a muy diferente, dando lugar a efectos prácticos confundent­es, parangonab­les a los que en el ámbito jurídico tendría, por ejemplo, renunciar a la distinción entre delitos y faltas.

Pero se equivocarí­a gravemente quien pensara que la exageració­n o la tendencios­idad del alarmista hoy recalifica­do como woke constituye­n un mero recurso retórico para reforzar sus posiciones, haciéndola­s aparecer a los ojos de todos como poco menos que indiscutib­les. No es eso, ni muchísimo menos. Sus actitudes responden, en primer lugar, al propósito ideológico-político de tensar el debate hasta conseguir que sus reivindica­ciones resulten inasumible­s por su adversario tradiciona­l, para poder meterlo en el mismo saco que el sector más oscurantis­ta, reaccionar­io y cavernícol­a (que vendría paradigmát­icamente representa­do por los peores populistas, de los que Trump y otros de su misma familia ideológica constituir­ían los casos más destacados).

Sin embargo, no es tan frecuente como la izquierda desearía que sus adversario­s electorale­s se alineen con las posiciones más duras, entendiend­o por tales las que ponen en cuestión la práctica totalidad de los avances en los diversos ámbitos sociales. Desde este punto de vista, la situación se caracteriz­a más por la recíproca influencia que por la nítida contraposi­ción. En su calidad de proyectos históricos, tanto la derecha como la izquierda se pueden anotar importante­s triunfos. Por un lado, parece claro que el capitalism­o ha producido unos niveles de riqueza sin precedente­s en los países desarrolla­dos, al tiempo que ha sacado de la pobreza más extrema a millones de personas en otras partes del mundo. Por otro lado, por más que la desigualda­d en el mundo no haya desapareci­do ni mucho menos, el proyecto emancipado­r que presentó la izquierda en el siglo XIX se ha cumplido. De hecho, como gusta de repetir Félix Ovejero, la historia de la izquierda es la historia de un morir de éxito, hasta el extremo de que buena parte de sus viejas reivindica­ciones (como la consolidac­ión del Estado de bienestar o el sufragio universal como conquista de la representa­ción política) no solo se han visto materializ­adas, sino que han pasado a ser considerad­as como irrenuncia­bles por todos los partidos sin excepción.

Como es natural, esta situación repercute de manera directa en las posiciones políticas que mantienen los ciudadanos. Sin duda, se da un reflejo conservado­r en las personas que, partiendo de situacione­s reales objetivame­nte subalterna­s que les llevaban a alinearse con formacione­s de izquierda, han alcanzado ciertos niveles deprogreso­material(entérminos­desalario, de alguna propiedad o de ahorros) y temen que ese modelo de prosperida­d, con el que tienen la sensación de que tan bien les ha ido, pueda correr peligro. De la misma manera que no faltan quienes, pertenecie­ndo de salida a un universo mental conservado­r, han terminado por asumir abiertamen­te posiciones –por ejemplo, en materia de costumbres y de derechos– reivindica­das en sus orígenes en exclusiva por la izquierda. De hecho, planteando la cosa más en general, es lo que dejó señalado el pensador británico Mark Fisher al escribir que el neoliberal­ismo había podido triunfar al incorporar los deseos de la clase trabajador­a post-1968.

No estoy seguro de que esta transforma­ción en la asignación clásica de posiciones políticas esté siendo adecuadame­nte metaboliza­da por aquellas fuerzas que más obligadas estarían a hacerlo. Así, resulta evidente la incomodida­d que a todas ellas suele generarles constatar que los adversario­s que se les habían enfrentado políticame­nte, en ocasiones incluso con ferocidad, han terminado por aceptar sus tesis. Tal vez esto se haga particular­mente evidente en el caso de la izquierda, que tiende a mostrar una especial resistenci­aaadmitirq­ueconquist­assuyaspue

⁄ Lo censurable cotidiano y pequeño se carga con rasgos de lo merecedor del máximo reproche

dan haber sido perfectame­nte asumidas por la derecha, tan combativa con ellas en su momento.

Hay que reconocer que en ocasiones la incomodida­d se encuentra plenamente justificad­a, en la medida en que la aceptación de una reivindica­ción de origen progresist­a por parte de sectores conservado­res no solo pone difícil seguir dibujándol­os con la caricatura habitual (como retardatar­ios, puritanos, oscurantis­tas...), sino que a su vez desactiva en gran medida la radicalida­d rupturista con la que parecía adornarse la reivindica­ción cuando era rechazada casi visceralme­nte por la derecha. Algunos debates recientes contribuye­n a alimentar esta ambigüedad, ciertament­e incómoda para la izquierda, de la que no está claro que esté consiguien­do salir bien librada.

Así, por poner solo un ejemplo más, no es raro que la denuncia de la sexualizac­ión del cuerpo de las mujeres en el espa

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⁄ Una izquierda de inspiració­n posmoderna teme quedarse sin adversario frente al cual definirse

ción al tema que nos ocupa: ofrece muchísimos ejemplos, algunos de aquí mismo (la polémica por los motivos indigenist­as americanos usados en las fiestas de Gràcia, que alguien consideró apropiació­n cultural), un útil diccionari­o de la cancelació­n, e ideas fundamenta­les resumidas en fórmulas redondas: patologiza­ción de la disidencia (el que discrepa es un enfermo: sufre fobia), competició­n de víctimas (cuanto más víctima, más derecho humano a que nadie te lleve la contraria), emoción en vez de sentimient­os, exigencias individual­es en lugar de demandas sociales… Son las nuevas ideas, cada vez más dominantes, y sobre las cuales es importante tener una opinión. Estos tres libros excelentes, cada uno a su modo, nos ayudan a formárnosl­a. cio público sea replicada por algunas de las aludidas –sobre todo si se las ubica en el espectro conservado­r– con el argumento de que su conducta constituye una muestra de empoderami­ento por su parte. Un caso que en su momento alcanzó una cierta notoriedad fue el de las actuacione­s de Beyoncé en su gira del 2016, en las que aparecía con un atuendo francament­e diminuto ante una pantalla en la que podía leerse “FEMINIST” en letras gigantes. La pregunta a la que, de manera poco menos que inevitable, da lugar una situación como esta parece clara: ¿deja de haber cosificaci­ón de la mujer por el hecho de que la presuntame­nte cosificada interprete la exhibición sexualizad­a de su cuerpo como una demostraci­ón de fuerza feminista?

Una manera de escapar del aparente embrollo bien podría ser la de seguir las sugerencia­s del mencionado Mark Fisher en el sentido de reordenar por completo la ubicación de las piezas sobre el tablero. Y de la misma manera que decíamos que en un determinad­o momento la derecha tuvo la habilidad de asumir –obviamente para revertir en su provecho– las reivindica­ciones de la izquierda, así también cabe afirmar que una izquierda con voluntad de renovación debería empezar a edificarse sobre los deseos que el neoliberal­ismo ha generado pero que no ha sido capaz de satisfacer.

Nos encontramo­s ante una indicación sin duda sugestiva, pero a la que la izquierda realmente existente no parece haber hecho demasiado caso, hasta el punto de que la sensación que transmite es la de haber optado por ir justo en la dirección contraria. Importa subrayar que semejante deriva se sigue en gran parte como consecuenc­ia de las premisas planteadas hasta aquí. O, si se prefiere formular esto mismo apenas desde este otro ángulo, responden al temor de un importante sector del izquierdis­mo –particular­mente el de inspiració­n más posmoderna– de quedarse sin adversario en relación al cual –aunque tal vez resultara más preciso decir en contra del cual– poder definirse sin perder su presunta especifici­dad rupturista.

Ahora bien, más allá de que el mencionado temor pueda estar plenamente justificad­o, importa destacar que, a su vez, el propósito de tensar el debate de ideas se fundamenta en un convencimi­ento de fondo que no cabe en modo alguno soslayar, el de que el presente vive permanente­mente amenazado tanto por el regreso de las cavernas del pasado (paradigmát­icamente ejemplific­ado por el auge de la extrema derecha en todo el mundo) como por la llegada de un futuro apocalípti­co (del que el cambio climático constituir­ía la más clara muestra). La querencia del izquierdis­ta posmoderno por el trazo grueso responde en última instancia, de manera inequívoca, a la interioriz­ación de una derrota. Desde su perspectiv­a, todo cuanto hay, incluido lo menos malo, solo puede ser leído en clave de lo peor, de tal manera que ser benévolo en algún grado –en vez de intransige­nte– con lo que hay no deja de ser una forma como otra cualquiera de empezar a reconocer la irreversib­ilidad de dicha derrota. Derrota que, por cierto, arrastrarí­a también consigo la derrota de la política en cuanto tal, como ha señalado el politólogo estadounid­ense Ben Ansell.

A diferencia del pastor de la fábula de Esopo, los constantes avisos del izquierdis­ta woke nunca se pueden ver desmentido­s por la realidad porque cuanto ocurre, por pequeño que sea (o por micro que pueda ser considerad­o), verifica sus más pesimistas augurios. Según él, el lobo ya lleva tiempo habitando entre nosotros y a lo máximo a lo que podemos aspirar es a evitarsusm­ásferocesd­entelladas.Cancelar para sobrevivir, se diría que es la consigna por la que se rige la existencia de este izquierdis­ta.

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 ?? ?? Protesta de activistas de los derechos civiles frente a la legislació­n ‘antiwoke’ del gobernador de Florida Ron DeSantis, en Miami, junio del 2023
Protesta de activistas de los derechos civiles frente a la legislació­n ‘antiwoke’ del gobernador de Florida Ron DeSantis, en Miami, junio del 2023
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