El formidable Jorge Semprún
De todos los personajes que he tratado en muchos años de periodismo cultural, Jorge Semprún –cuyo centenario se celebra el próximo 10 de diciembre– me pareció siempre uno de los más brillantes. Tenía mucha energía, buena presencia, una trayectoria rica y novelesca, escritura potente y deslumbrante oratoria –con Mario Vargas Llosa, es el mejor orador que he escuchado–.
Le entrevisté por primera vez en 1978, cuando presentó en Barcelona su novela La segunda muerte de Ramon Mercader, fabulación en torno al asesino catalán de Trotsky que se publicaba en España con mucho retraso respecto a la edición francesa. Semprún ya había pasado de ser una figura de prestigio en
los círculos culturales y políticos a personaje público. Su Autobiografía de Federico Sánchez, premio Planeta 1977 –Rafael Borràs ha contado en sus memorias cómo se coció el galardón–, donde relataba su militancia antifranquista clandestina y su posterior ruptura con el Partido Comunista de España, generó una viva polémica. El posterior nombramiento como ministro de Cultura por Felipe González en 1988, en un tiempo en que la cultura, ay, se consideraba estratégica para el PSOE, acabó de marcarlo como uno de los rostros más emblemáticos de la época.
Fue un ministro activo y eficaz, que mantenía criterios propios y daba titulares. Con Llàtzer Moix fuimos a entrevistarle a su despacho en la madrileña plaza del Rey. Corría enero de 1991 y la calle acogía el debate sobre la participación española en la contienda contra Irak. Había vivido varias guerras, dijo, pero era la primera vez que lo hacía desde el Gobierno. “Y es diferente”.
“La guerra del Golfo es una guerra justa”, fue el titular que nos brindó. Y la frase destacada (con dardo a los pacifistas de entonces): “El argumento de que la vida es el valor supremo es una estupidez. Si lo hubiera creído en el campo de concentración de Buchenwald, donde organizamos la resistencia clandestina, quizás hubiera colaborado con los nazis para salvarla”.
Del trabajo ministerial, Semprún lamentaba el escaso presupuesto pero se enorgullecía de haber contribuido a mejorar relaciones con las comunidades autónomas, y en especial con Catalunya, ya que “el centro tenía que corregir ciertos desequilibrios y excesos de centralismos”. Firmó colaboraciones con el CCCB, el Museu Picasso y la Fundació Tàpies, y fue decisivo en el complicado reparto del legado Dalí. El acuerdo global que pactó con la Generalitat “era una base de trabajo sin precedentes entre las autonomías y la Administración central del Estado”, aseguraba, y es cierto que abrió una temporal luna de miel en este campo.
La posición en el gobierno se hizo incómoda por su mala relación con Alfonso Guerra, y dejó el cargo ese mismo 1991. Dos años después publicaba
⁄ Tenía energía, una trayectoria novelesca, escritura potente, deslumbrante oratoria... y daba titulares
Federico Sánchez se despide de ustedes, impagable documento crítico de su paso por la alta política.
Volví a verle en la Feria del Libro de Frankfurt de 1994. Recibía el prestigioso premio de la Paz de los libreros y editores alemanes. En la rueda de prensa volvió a dar titulares: “Felipe González es responsable de no haber cortado la corrupción en el PSOE”. Dura acusación contra el entonces aún presidente del Gobierno. Su discurso bajo el título “Una tumba en las nubes”, alusión al famoso poema de Celan Fuga de la muerte, giró en torno a su experiencia concentracionaria: “Me considero primordialmente como un superviviente de Buchenwald”, manifestó.
En los años 70 y 80 Semprún defendió una transición “de terciopelo” para que los fantasmas del pasado español no ahogaran las posibilidades de un futuro de libertad y avance social, aun al precio de “silencios y olvidos” que “algún día” habría que corregir. En su última novela, Veinte años y un día, del 2003, abordaba los temas del recuerdo, la culpa y el perdón. Siguen muy vigentes, pero sin un Semprún con su enorme legitimidadparareelaborarlos.
“Dos son los consuelos del alma bien formada: el entretenimiento de las letras y una fiel amistad. Y dos son sus desconsuelos: las ocupaciones y la masa de gente”. A Francesco Nelli, Dispersas, 23
“¿Qué dices? Que yo habría inventado el bonito nombre de Laura para tener por un lado de quién hablar y para que hubiese por otro una por la que muchos hablaran de mí; que realmente en mi alma no hay ninguna Laura, salvo esa Laura poética hacia la cual, como corrobora un largo e incansable afán, yo aspiro; que, en cambio, en la Laura viviente, de cuya hermosura al parecer soy prisionero, todo es manufactura mía, fingidos son los poemas, simulados los suspiros. ¡Ojalá al menos aquí resultaran verdaderas tus bromas, ojalá hubiera simulación y no arrebato!”.
A Giacomo Colonna,
Familiares, Libro II, 9
“También escribo para mí, y, al escribir, convivo apasionadamente con nuestros antepasados de la única forma que puedo, y con mucho gusto me olvido de estos otros con los que mi mala estrella me obliga a vivir, y empleo todas las energías de mi alma en huir de los modernos y seguir a los antiguos”.
A Giovanni Colonna,
Familiares, Libro VI, 4
“Un amigo es una especie de bien raro e inestimable que no puede llevarse el viento, ni lo pueden agostar las heladas, ni quebrantar las tormentas, sino que las llamas de las persecuciones y trabajos lo ponen a prueba como al oro puro; un bien que no deleita superficialmente como tantos, sino que penetra en el alma misma con su dulzura y en cierto modo se convierte en una parte de nosotros”. A su amigo Sócrates,
Familiares, Libro IX, 9
“Yo debería callar o esconderme, o mejor no haber nacido, para escapar a los ladridos de Escila. No es un juego salir a la luz pública: los perros fuertes se ensañan a mordiscos, los débiles ladrando; hay riesgo en lo primero, fastidio en lo otro”.
A Giovanni Boccaccio,
Senectud, Libro II, 1