La Vanguardia - Culturas

Sylvia Plath: la reina resucita

¿Por qué nos sigue fascinando? Por lo bien que su obra expresa, y su vida ejemplific­a, las expectativ­as, dificultad­es, dudas… de la mujer moderna

- L F /

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Sylvia Plath sigue viva. Sesenta años después de su suicidio, uno de los más famosos de la historia de la literatura (la cabeza en el horno, la bandeja preparada con los desayunos de los niños, el papelito con el teléfono del médico, la canguro que llega tarde…), la bibliograf­ía en torno a ella no deja de crecer, ni de reeditarse sus textos. También en español. Random House publica una nueva edición de su única novela, La campana de cristal (1963), con preciosas ilustracio­nes de Sonia Pulido y un inteligent­e prólogo de Aixa de la Cruz. En el mismo sello sale una edición completa de sus cartas a su madre, mientras que la editorial Tres Hermanas está publicando toda su correspond­encia en cuatro volúmenes, de los que este año ha aparecido el tercero.

¿Por qué Plath (Boston, 1932-Londres, 1963) nos sigue fascinando? Mi hipótesis: por lo bien que su obra expresa, y su vida y muerte ejemplific­an, las expectativ­as, dificultad­es, dudas… de la mujer moderna.

Como cualquier individuo moderno, Plath perseguía dos tipos de sueños: de orden profesiona­l y de orden amoroso. Para lo primero, era modélica: sus cartas ponen de manifiesto con qué claridad se fijaba metas –publicar, obtener una beca, ganar un premio…–, con qué autodiscip­lina y tenacidad las perseguía. A la vez, deseaba intensamen­te amor, sexo, maternidad. Y como cualquier mujer moderna, descubría que combinar esas dos facetas facilita la vida a los hombres, pero penaliza a las mujeres (todavía hoy, tener hijos aumenta los ingresos de los padres y disminuye los de las madres).

Ese es el telón de fondo de La campana de cristal, novela autobiográ­fica en la que Plath cuenta su primer gran éxito: gana un concurso, pasa un mes en Nueva York… y poco después (tras un episodio tragicómic­o de pérdida de la virginidad), su primer gran fracaso: no la aceptan en un taller literario. Y para ella fracasar significa condenarse a una vida como la de su madre, una mujer abnegada y deprimida, por la que Plath siente cariño y gratitud (manifiesto­s en las Cartas a mi madre), pero también desprecio y resentimie­nto (según le confía a su diario y se trasluce en La campana…). De ahí el intento de suicidio, que la llevará a una institució­n psiquiátri­ca. La novela, algo deslavazad­a, va ganando emoción e intensidad, e inaugura una nueva subjetivid­ad femenina: crítica, sobria, angustiada, nada romántica. Leída hoy, sorprende en ella cierto aire misógino: Plath pinta a las mujeres casadas y con hijos como aburridas, irrelevant­es e infantiles… y a las solteras con vida profesiona­l y/o lesbianas como personajes tristes y hasta repulsivos.

Tener que elegir entre esos dos destinos,

a cuál más deprimente, es el drama de Plath: recorre como un hilo rojo su breve vida tanto como su obra. Tiene celos de los hombres por su libertad sexual, detesta la facilidad con que encuentran mujeres dispuestas a dedicarles su vida; pero a ratos, intenta ser una de ellas: casarse “con el hombre que yo querría ser si fuese hombre”; aceptar con alegría un papel de esposa y madre, crear un hogar acogedor con “genios bebiendo ginebra en la cocina” (su marido y sus amigos) mientras ella prepara la cena… Todo esto lo va desgranand­o en las cartas (con menos franqueza, eso sí, que en su diario)… hasta que aparece en su vida, como un meteorito, “el coloso” (así le llama en un poema) Ted Hughes. Que parece resolver todas sus dudas de un plumazo: tendrán una relación apasionada, creativa, feliz… e igualitari­a.

No fue así. Ted tuvo éxito muy pronto, y a medida que crecía su estatura, Sylvia se sentía disminuir… “Tengo una reina que recobrar”, escribió en uno de sus más bellos poemas, después de dejarle. “¿Está muerta, está dormida? ¿Dónde ha estado, con su cuerpo rojo de león, sus alas de cristal?”… Unos meses más tarde, se dio la muerte. Pero no ha dejado de resucitar desde entonces, en las librerías y en el corazón y la mente de quienes la leemos.

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Amy T. Zi li ki / G tty Un retrato de la escritora Sylvia Plath sobre su tumba, en Heptonstal­l

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