La perra prolífica y la mujer estéril
La colombiana Pilar Quintana ambienta en un pueblo sin nombre una trama familiar e inquietante, puntuada por la soledad, la lluvia y el cielo luminoso
⁄ Estamos ante una prosa sobria y muy atractiva, que intensifica lo que hay de dramático, narrado con serenidad
Pilar Quintana (Cali, Colombia, 1972) es guionista de televisión y publicista. En el 2012 publicó el libro de relatos Caperucita se come al lobo. Hay una estrecha relación entre La perra, publicada inicialmente en el 2017, y Los abismos (2021), comentada en estas páginas. Podemos señalar la maternidad, la naturaleza, la desaparición o la violencia, sin que una novela dependa de la otra. Ahora la protagonista es una perra. “Yo soy más de gatos y de perros”, señala la escritora.
La novela puede dividirse en dos partes. En la primera, Damaris sufre porque no puede tener hijos. Prepara infusiones con su marido, Rogelio; acude al jaibaná o chamán para someterse a una costosa operación; y adopta a una perra, Chirli, “como la hija que nunca tuve”, y a la que lleva “metida en el brassier, entre sus tetas blandas y generosas”; y huele a leche, por lo que le entran ganas de llorar. Lo que nos lleva a la segunda parte. Chirli se pierde en la selva y ambas adquieren un relevante protagonismo. Una selva horrible que a ella le da miedo y a la que se ve obligada a adentrarse donde es más terrible. Estas desapariciones son constantes, como lo son los regresos. Damaris empieza a sentir rencor, le arroja un balde de agua y la ata con un soga que acabará por servirle como instrumento de castigo.
A lo largo de la novela se crean una serie de situaciones que acaban por dar una visión del pueblo en el que ocurre la acción, de modo que a Quintana no le interesa describirlo sino vivirlo. Nos dice, simplemente, que era “una calle larga de arenas apretada con casas al lado. Todas las casas están destartaladas”. La tienda de don Jaime “solo tenía un mostrador y una pared, pero estaba tan bien surtida que en ella se conseguían desde alimentos hasta clavos y tornillos”. Visitamos el puesto de artesanía de Ximena, a la que Damaris va a ofrecerle la perra, aunque Ximena no aparecerá hasta que es demasiado tarde. Damaris se va a vivir con su tío Eliécer, que conoce una época de abundancia, hasta que el exceso de fiestas acaban por arruinarle. Luego va a vivir a casa de los Reyes, que tienen un hijo, Nicolasito, al que una ola arrastra y que el mar lo devolverá, “despellejado por la acción del salitre y el sol, comido por los peces en algunas partes hasta el hueso”. La muerte del niño dejara un profundo impacto en Damaris y sus padres mantienen su habitación como si no se hubiera ido nunca.
García Márquez, como Rubén Darío, García Lorca o Neruda, o Picasso en pintura, se presta a todo tipo de influencias. Resulta interesante comprobar que aquí no hay la mínima huella de Cien años de soledad, pero sí que encontramos afinidades con El coronel no tiene quien le escriba. El pueblo sin nombre; la soledad; la visita de los zancudos; el sancocho, que es comida de pobres; la semana de lluvia y el cielo luminoso cuando llegan buenas noticias; el niño Agustín, cuya dolorosa ausencia nos recuerda la de Nicolasito; o la visión negativa de Bogotá en García Márquez, aquí “una ciudad monstruosa”, “un lugar oscuro, con ecos y que olía a humedad como las cuevas”.
Se me dirá que estoy rizando el rizo, pero lo que quiero subrayar es que frente a los “excesos” de Cien años de soledad –lo que he llamado en un ensayo “los cien engaños de soledad”– estamos ante una prosa sobria y muy atractiva, que intensifica lo que hay de dramático, narrado con impactante serenidad. Hay una callada violencia y las escapadas de la perra denuncian la soledad en la que vive Damaris, como la que vive el coronel. También aquí la ambientación es importante, sus habitantes perseguidos por la lluvia o por el calor ardiente. Y vivimos la anormalidad como una angustiosa normalidad. Y digo vivimos porque es una novela llena de vida. /