Kafka y los animales
Identificándonos con ellos, nos enfrentó al espejo de nuestra incertidumbre. En el centenario de la muerte del autor checo, una antología recoge textos donde aparecen como protagonistas
Franz Kafka: uno de esos casos excepcionales en que el aprecio a un escritor no cesa, sino al contrario, crece y se asienta perdurando a lo largo del tiempo. Así ha sucedido desde su dramática muerte en junio de hace cien años, después de que lo fulminara una tuberculosis pulmonar crónica. Él es el conocedor exhaustivo de la ciudad de Praga, el analista de la sociedad de su tiempo –de todos los tiempos, incluidos los futuros–, el contemplador sufriente de una pulsión entre la realidad y la literatura. Asimismo, lo kafkiano –el diccionario ha obviado su inherente acepción de burocratización y deshumanización de la vida, de alienaciones del hombre contemporáneo, para reducirlo a algo absurdo o angustioso– ya se ha hecho un adjetivo universal. Qué le despertaría tal cosa a este hombre, cuyo mundo literario –lo leído, lo escrito; su paciencia y meticulosidad– es justamente lo contrario a nuestro hoy presuroso e instantáneo, él, que apuntó en un aforismo que “todos los errores humanos son impaciencia, una interrupción de lo metódico”, y que nuestros pecados capitales proceden de la indolencia.
Sus textos no tienen límite, no acaban nunca; simbólicamente, porque el checo tiene en su haber obras inacabadas, o textos no literarios, como las páginas personales de sus cartas y diarios que él trascendió a prosa artística y maravillosamente intensa; y también en relación con su personalidad, que siempre resurge asombrándonos a través de testimonios, estudios, descubrimientos a partir de nuevas investigaciones.
Él mismo ejemplifica lo que debería ser nuestra verdad lectora. “A mi juicio, solo deberíamos leer libros que nosmuerdenynospican.Siellibroque estamos leyendo no nos despierta de un puñetazo en la crisma, ¿para qué lo leemos? ¿Para que nos haga felices? Dios mío, también podríamos ser felicessintenerlibrosy,dadoelcaso,hasta podríamos escribir nosotros mismos los libros que nos hicieran felices”.
Este famoso fragmento lo recogió Monika Zgustová en La bella extranjera. Praga y el desarraigo (Báltica). Y proseguía Kafka: “Sin embargo, necesitamos libros que surtan sobre nosotros el efecto de una desgracia muy dolorosa, como la muerte de alguien al que queríamos más que a nosotros, como un destierro en bosques ale