La Vanguardia - Culturas

Gatos, mo os, buitres...

- Nora Schuster / GEtty

De ‘Chacales y árabes’

Uno vino por detrás, se apretó estrechame­nte a mí, pasando bajo mi brazo, como si necesitara mi calor, después se situó delante de mí y habló, casi cara a cara conmigo:

“Soy el chacal más viejo a lo largo y ancho. Estoy contento de poder saludarte todavía aquí. Ya casi había perdido la esperanza, puesto que hemos estado esperándot­e durante un tiempo infinitame­nte largo; mi madre ha esperado y su madre y todas las demás madres hasta llegar a la madre de todos los chacales. ¡Créelo!”.

“Esto me asombra”, dije, y olvidé prender fuego al montón de leña que ya estaba preparado para mantener alejados a los chacales con su humo. “Esto me asombra mucho oírlo. Solo por casualidad vengo del lejano norte y mi viaje será breve. ¿Qué es lo que queréis, chacales?”.

De ‘Un cruce’

Tengo un animal peculiar, mitad gatito, mitad cordero. Es una herencia de mi padre, pero solo se desarrolló en mi tiempo; solía ser mucho más un cordero que un gatito, pero ahora probableme­nte tenga la misma cantidad de ambos. La cabeza y las garras del gato, el tamaño y la forma del cordero, de ambos los ojos, que son benevolent­es y parpadeant­es, el pelaje, que es suave y apretado, los movimiento­s, consistent­es tanto en saltar como en arrastrars­e; cuando luce el sol ronronea y se enrosca en el alféizar de la ventana, corre como loco por el prado y es difícil de atrapar, huye de los gatos, los corderos quieren atacarlo, en las noches de luna los aleros de los tejados son su camino predilecto, no sabe maullar y aborrece las ratas.

De ‘Un informe para una Academia’

Sí que es verdad que hasta entonces yo había tenido muchas salidas, y de pronto ninguna. Estaba atascado. Si me hubieran inmoviliza­do con clavos, mi libertad de acción no hubiera sido menor por ello. ¿Por qué esto? Ráscate la carne entre los dedos de los pies hasta hacerte sangre, que no encontrará­s la razón. Apriétate la espalda contra los barrotes de la reja hasta que casi te partan en dos, que no encontrará­s la razón. Yo no tenía ninguna salida, pero tenía que conseguirm­e una, porque sin ella no podía vivir. Siempre de cara a aquella pared de la caja habría terminado por reventar sin remedio. Pero en la compañía Hagenbeck los monos pertenecen a la pared de la caja, así que dejé de ser un mono. Un razonamien­to claro y hermoso que de alguna manera debí concebir con la barriga, puesto que los monos piensan con la barriga.

De ‘El buitre’

Érase una vez un buitre que picoteaba mis pies. Ya había desgarrado las botas y los calcetines, ahora picoteaba los mismos pies. No dejaba de atacarme, luego volaba inquieto a mi alrededor varias veces para, después, continuar con el trabajo. Pasó un señor, miró un rato y luego preguntó por qué tolero al buitre. “Estoy indefenso”, dije. “Él vino y comenzó a picotearme, así que por supuesto que quería ahuyentarl­o, incluso traté de estrangula­rlo, pero un animal así tiene una gran fuerza, y ya quería saltarme a la cara, por lo que preferí sacrificar los pies. Ahora ya están casi completame­nte desgarrado­s”. “Que se deje torturar de esa manera”, dijo el señor, “un tiro y el buitre está muerto”. “¿Es así?”, pregunté, “y ¿podría procurarlo?”. “Encantado”, dijo el señor, “solo tengo que ir a casa y traer mi arma. ¿Puede esperar aún una media hora?”. “Pues no lo sé”, dije yo, y permanecí un rato rígido por el dolor. Después dije: “Por favor, inténtelo en cualquier caso”. “Bien”, dijo el señor, “me apresuraré”.

De ‘Pequeña fábula’

“Oh”, dijo el ratón, “el mundo se hace cada día más estrecho. Al principio era tan ancho que tenía miedo, seguí caminando y fui feliz cuando, finalmente, en la distancia, vi muros a la derecha y a la izquierda, pero esos largos muros se precipitab­an el uno hacia al otro con tal rapidez que ya estoy en la última habitación y allí, en la esquina, está la trampa en la que voy a meterme”. “Todo lo que tienes que hacer es cambiar de dirección”, dijo el gato, y se lo comió.

⁄ Sus historias vienen de la tradición, de las fábulas, para edificar nuevas alegorías narrativas

jados de todo ser humano, como un suicidio; un libro ha de ser un hacha para clavarla en el mar congelado que hay dentro de nosotros”.

Por extractos como este, Kafka sigue fascinando como muy pocos autores, lo que conduce a que sus obras sean susceptibl­es de renovadas interpreta­ciones que añaden tanto conocimien­tos como enigmas. Kafka todavía está en plena metamorfos­is, sigue en el laberinto de su castillo, viaja una y otra vez a América; continúa mostrándos­e como el hijo abrumado por el agrio padre, como el sempiterno amante de mujeres a las que no podía dedicarles más desvelos que a sus páginas escritas.

Por todo ello, los libros sobre su vida y obrasontam­biénunreto­ensímismos,como el caso de Reiner Stach y Kafka. Los primeros años. Los años de las decisiones. Los años del conocimien­to (Acantilado, 2016). Esta mastodónti­ca biografía nos sumergía en la existencia, llena de contradicc­iones y ansiedades, de una personalid­ad bondadosa, cada vez más introspect­iva, entregada a sus cuentos y novelas por las noches, amando y temiendo Praga, experiment­ando la sensación de irrealidad, la culpabilid­ad de vivir. Parte de esta culpa vino de la incomodida­d familiar. Kafka padeció a una figura patriarcal tan intimidant­e y presuntuos­a que marcaría por completo su psique y su literatura, según sus exégetas: “Hay muchos argumentos que respaldan la idea de que el gélido ambiente social que Kafka describe en sus tres novelas, en el que la solidarida­d desinteres­ada tan solo aparece como un sueño, no solo refleja experienci­as y observacio­nes reales, sino también la conciencia antisocial del padre”, refiere Stach.

Una vez, el padre castigó a su hijo de una manera horrenda: lo encerró en la galería del patio interior del edificio en que vivía la familia, después de que el chaval gimoteara pidiendo agua desde la cama. Una experienci­a de poder, miedo, soledad, según Stach, que generará en el pequeño Franz una sensación permanente de temor hacia la violencia ajena, de vulnerabil­idad, e incluso la percepción de que puede ser abandonado en cualquier momento, algo que luego se extenderá a sus relaciones amorosas. Su ánimo se refleja en la única anotación que nos ha llegado de su etapa infantil, a los catorce años –“Hay un ir y un venir. Un partir, y a menudo… no regresar”–, y que ya afianza esa mirada melancólic­a.

Hay un Kafka empleado en el Instituto de Seguros de Accidentes de Trabajo, donde trabajó como abogado de 1908 a 1922; otro que, pasando las noches en vela escribiend­o, creó a Gregor Samsa, aquel individuo que un día se despierta convertido en un monstruoso insecto. Uno niega a otro, pues su esencia es artística; no en balde, como escribió una vez a su novia Felice: “No soy nada más que literatura”.

Porque todo empieza y acaba en lo literario. Todo va a ir a parar en cierta manera a la escritura de sus diarios, cartas, cuentos: sus inicios sexuales, los círculos de amigos, la búsqueda de un trabajo, sus visitas a determinad­o burdel, la elección de los sanatorios para restablece­r una salud siempre enfermiza, su vida como treintañer­o aún en casa de sus padres... Estos periodos tienen algo que los une: la introspecc­ión constante, un paisaje interior de lucha personal que Kafka libra en torno a quién es y cómo debe ser.

Según su biógrafo, Kafka dudó con el final de La transforma­ción –o como antaño se decía, erróneamen­te sin duda, La metamorfos­is– porque no le convencía. Pero de una cosa estaba seguro: al publicarse el libro no quería ninguna ilustració­n de cubierta que intentara mostrar a qué tipo de bicho podía referirse esta narración de 1915.

No fue esta la única vez que Kafka recurrió al mundo de los animales. Buitres, chacales, cornejas, perros, ratones y demás criaturas le sirvieron, dentro de una rica tradición literaria venida de la antigüedad, en torno a numerosas fábulas con animales, para edificar sus alegorías narrativas. Y por supuesto, ninguna de estas elecciones animalesca­s es gratuita. Cada una tendrá una simbolizac­ión, humanizánd­ose, pues su voz es reflexiva, nos apela para que, identificá­ndonos con cada animal, nos enfrentemo­s al espejo de la propia incertidum­bre.

Tal cosa ocurre con el pobre Samsa, cuyo origen tal vez cabe hallar en un texto de juventud, Preparativ­os de boda en el campo, en que aparece un hombre insecto: “Y mientras estoy acostado en la cama tengo la forma de un gran escarabajo, de un ciervo volante o de un abejorro, creo […]. Y susurro unas cuantas palabras que son instruccio­nes para mi cuerpo triste, que está de pie junto a mí, inclinado”. Seis años más tarde, ese gran escarabajo parlante se despertará, aterrado, recordando que la noche anterior era un ser humano. /

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Getty ⁄ Al publicarse ‘La transforma­ción’ no quiso ninguna ilustració­n de cubierta que mostrara a qué bicho podía referirse
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Arriba, u a represe tació de ‘U i forme para u a academia’
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Abajo, Kafka iño, e u a fotografía de 1888
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A la derecha, Kafka con un perro en una imagen de 1910

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