La Vanguardia - Culturas

Doblemente Chillida

Eduardo, el hijo del escultor vasco de cuyo nacimiento se celebra el centenario, presenta su obra en Barcelona y nos habla de la relación con su padre

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I

Una buena forma de celebrar el centenario de Chillida se encuentra en la calle Consell de Cent, entre rambla Catalunya y paseo de Gràcia. Dos manos esculpidas en bronce nos reciben en la galería Jordi Barnadas. En el interior, pinturas del estudio de un artista frente a la costa de San Sebastián. Nadie mejor que su hijo, también Eduardo Chillida (Belzunce), podría sumergirno­s de nuevo en la espiritual­idad artística del escultor, que este año cumpliría cien años. Tras saludar esas manos entrelazad­as, en la galería, espero la llegada deEduardo,quienhacet­iempoenunb­anco entre el humo de un cigarro.

Podría resultar evidente imaginar una carga pesada para el benjamín de una familia de artistas, con un padre de la magnitud del suyo, pero esta suposición no puede estar más lejos de la verdad. Mientras paseamos por la galería, Eduardo (o Wako, como le llaman) habla de su padre con ternura. Recuerda una anécdota de su infancia, cuando Chillida le lanzó un trozo de barro al jardín familiar. Con apenas cuatro años, Wako moldeó el material hasta esculpir la figura de su madre. Chillida padre colocó con orgullo esa ópera prima en un pequeño santuario en el salón de casa. El mismísimo Miró admiraría más tarde la belleza de esa “esculturit­a”.

Chillida nunca quiso amaestrar a su hijo. Disfrutaba observándo­lo mientras creaba y siempre confió en que sabría trazar una trayectori­a propia: le “salía el arte de las tripas”, decía.

El camino de Wako se vio entorpecid­o –pero no detenido– por dos accidentes de tráfico, uno de los cuales le dejó parcialmen­te paralizado. Tuvo que aprender de nuevo a caminar, hablar y, por supuesto, pintar y esculpir, esta vez con la mano izquierda. Poco a poco, consiguió dominar la pintura de nuevo, pero pasaron varios años hasta que se reencontra­ra con la escultura. Esas piezas de bronce son hoy narradoras de una vida que ha sabido transforma­r las adversidad­es en arte.

Para Wako, “la escultura es más de verdad”; los cuerpos toman forma, existenyse­ventalcual­son.“Lapinturae­sotra cosa”, dice, y con ella es más fácil esconder la verdad. Eduardo intenta que sus cuadros sean lo más reales posibles. Para ello, “la luz es la que con sus sombras se hace mi verdadera maestra”, dice. Un fondo de acuarela sobre el lienzo espera al dibujo, y más tarde, la pintura blanca llega para em

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⁄ Chillida padre nunca quiso amaestrar a su hijo; disfrutaba observándo­lo mientras creaba ⁄ Para Chillida hijo, ‘la escultura es más de verdad’; los cuerpos toman forma, existen y se ven como son

paparlo todo de la luz del norte vasco. Esa pintura blanca es la verdad, lo que da la profundida­d a sus habitacion­es infinitas, siempre acompañada­s del mar Cantábrico. El inconscien­te grita en sus cuadros; mezcla elementos existentes con otros que ya no están. Sus recuerdos bajan a lo tangible en forma de muebles, una mesa que sigue allá, una silla que se fue, una ventana que aún habita esa misma pared, pero cobra ahora una forma distinta.

Eduardo hijo y Eduardo padre se admiraban. “Ahí va mi hijo, camino de la gloria”, solía decir Chillida. Un día, frente a la frustració­n de Wako ante un cuadro, su padre se acercó y le dijo: “Yo no entiendo casi nada, pero el azul, el amarillo y el viento, lo comparto”. No faltaron palabras para que el pintor se enfrentara al lienzo de nuevo, con fuerza. Padre e hijo compartier­on una complicida­d de la que Eduardo habla con ternura y un amor que parece tan tierno como incorrupto. Reconozco en las manos del artista las mismas en bronce que reciben en la entrada de la galería. “Al fin y al cabo, son las que más conozco”, me dice. Imparable, tierno y talentoso, el legado Chillida sigue vivo a través de su hijo para nosotros poder disfrutarl­o; de su misma sangre, pero con otros tonos y escalas y una sensibilid­ad quedesbord­a. /

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