La Vanguardia - Culturas

Nihilistas sin futuro en la Barcelona de los 70

‘Hasta el último aliento’ narra la historia de un hombre embarcado en una huida a ninguna parte, sin esperanza. Un libro brillante llamado a ser polémico

- Javier Melero Manuel Calderón /

⁄ Puig Antich se movió en los estertores de un franquismo dispuesto a mostrar su rostro más feroz

⁄ El contrapunt­o lo dan Francisco Anguas, el policía muerto, y Melquíades Flores, el contable que quedó ciego

Al acabar su lectura, parece natural e irremediab­le que el título del último libro de Manuel Calderón –por el que ha ganado el Premio Comillas de Ensayo 2024– coincida con el de una película de Jean-Pierre Melville (Le deuxième souffle, 1966), un magnífico thriller negro y ascético protagoniz­ado por unos seres condenados al fracaso.

Como en ella, Calderón (PeñarroyaP­ueblonuevo, 1957) narra en Hasta el último aliento la historia de un hombre embarcado en una huida a ninguna parte en la que la esperanza no tiene cabida, un perdedor rodeado de perdedores despojados de cualquier aura mitológica que se mueve frenéticam­ente, con una pistola en la mano, en la Barcelona de la primera mitad de los setenta, en los estertores de un franquismo que, aun decrépito, estaba dispuesto a mostrar su rostro más feroz.

No cabe duda de que el libro está destinado a generar una encendida polémica, porque ese hombre en cuestión es uno de los indiscutid­os santos laicos del panteón antifranqu­ista, Salvador Puig Antich. Y quienes le rodean, como el coro de una tragedia griega, los miembros de una absurda guerrilla anarcoide ignorada, cuando no despreciad­a, por toda la oposición política a la dictadura y dedicada a los atracos a oficinas bancarias con el fin de “expropiar” unos fondos de los que ni un duro llegó a la clase trabajador­a en cuyo nombre decía actuar: el Movimiento Ibérico de Liberación (MIL).

Poca gente recuerda al MIL, pero no hace mucho que la alcaldesa Colau inauguraba en Barcelona un mirador dedicado a Puig Antich en Nou Barris, muy cerca de una sucursal del Hispano Americano del paseo de Fabra i Puig donde, en el transcurso de una de sus “acciones”, un trabajador olvidado, el contable Melquíades Flores, recibió un disparo de sus presuntos libertador­es que le dejó ciego de por vida.

Se trataba de un grupúsculo de apenas una docena de miembros que operó con éxito criminal y nula relevancia política en aquella Barcelona tensa y extraña, cuando los hippies, el hachís y los conciertos de King Crimson coexistían con un régimen arcaico; cuando los intelectua­les de la gauche divine pontificab­an en la barra de Boccaccio con un whisky en la mano sobre el futuro de la revolución y se inaugura Zeleste en la calle Argenteria.

Eran muy jóvenes, procedían de buenas familias, habían marchado de casa apenas al principio de la veintena y habitaban pisos compartido­s, entre discos de Janis Joplin y pósters de Easy Rider como solían hacer aquellos estudiante­s de izquierda de clase media que actuaban bajo la falsa conciencia de que sus conversaci­ones inagotable­s y su exaltación pueril del pistoleris­mo tenían algo que ver con la revolución.

Calderón da cuenta del espíritu de esa época con la melancolía de quien la vivió. Analiza el proceso militar que acabó con la ejecución de Puig Antich con rigor, poniendo de manifiesto las incongruen­cias del sumario y la infamia del garrote, pero sin dar por dogma revelado las nuevas interpreta­ciones de un juicio en el que en ningún momento la defensa argumentó que no estuviese demostrado que los disparos que acabaron con la vida del policía que participó en su detención procediese­n de la pistola de Puig Antich.

Calderón no discute la injusticia de la pena de muerte, tan solo forma parte de ese puñado de autores que no pretenden hacer Memoria Histórica a partir de una ficción, por muy cargada de buenas intencione­s que esté. Como dice uno de los supervivie­ntes del MIL, el propio Puig Antinch abominaría de esa visión edulcorada de los hechos: siempre dijo que no le cogerían vivo, que se abriría paso a tiros, hasta el último aliento.

El contrapunt­o a Puig Antich lo da otro personaje trágico, el policía que murió en el tiroteo el día de la detención. Se llamaba Francisco Anguas, tenía veinticuat­ro años y era un cinéfilo entusiasta cuya ausencia dejó un vacío que su familia no supo llenar. Su madre se declaró contra la ejecución de Puig Antich, pero lamentó que éste no pronunciar­a una sola palabra lamentando la muerte de su hijo. Años después, el dolor la consumió y acabó con su vida arrojándos­e al vacío desde su modesto piso en un barrio de Sevilla. Nadie recordaba a Francisco Anguas ni a su madre. Lo hace Manuel Calderón en este brillante y conmovedor ensayo.

Hasta el último aliento. Puig Antich, un policía olvidado y una guerrilla contracult­ural en Barcelona Tusquets 401 páginas 21,90 euros

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Pistola en mano El número 70 de la calle Girona (izquierda), donde se produjo el tiroteo que acabó con la vida del subinspect­or Francisco Anguas (derecha). Arriba, Puig Antich a los 14 años, en Montserrat

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