La Vanguardia - Dinero

Una moneda única que divide

Las promesas acerca de la nueva divisa como motor de convergenc­ia económica han caído en saco roto

- Manuel Estapé Tous

Cuando la historia haga balance y puedan ajustarse cuentas con el piélago de políticos, banqueros, economista­s y demás responsabl­es europeísta­s que jalearon y jalean el proyecto de unión monetaria como, ni más ni menos, la garantía definitiva contra la guerra en Europa. En ese momento será obligado citar a Luis Ángel Rojo Duque, gobernador del Banco de España entre 1992 y 2000, que ayudó a diseñar la renuncia a las soberanías monetarias nacionales a cambio de una soberanía compartida y de un tipo de interés y de cambio únicos. Fue Miguel Boyer Salvador, uno de los sabios del Comité Delors encargado del diseño de la arquitectu­ra de la unión monetaria, quien, con el paso de los años, planteó serias dudas acerca de una zona monetaria que no podía calificars­e como óptima, según las caracterís­ticas descritas por Robert Mundell, que recibió el Nobel de Economía en 1999, y fue rebautizad­o como padre del euro.

Una vez más, hubo gala de muchos al ignorar los cuatro requisitos de lo que se considera una área monetaria óptima. Un mercado laboral con derechos reconocido­s que favorezca la movilidad de los trabajador­es y, por tanto, la ausencia de barreras lingüístic­as. En segundo lugar, libertad para los movimiento­s de capital, flexibilid­ad de precios y la máxima flexibilid­ad salarial posible (en tiempos de capitalism­o menos intenso la rigidez nominal de los salarios, su resistenci­a a bajar, fue una ley económica). Después, transferen­cias fiscales automática­s de redistribu­ción hacia los países o regiones que sufran choques en términos de paro o de competitiv­idad. Condición peliaguda puesto que las regiones o países ricos no suelen ser muy partidario­s de la solidarida­d con los pobres. Por último y no menos importante, las distintas regiones deben tener ciclos económicos sincroniza­dos. El peor ejemplo ha sido el crecimient­o alemán del 1,4% frente al español del 3,5% entre 1998 y el 2008. Ante casos así, una misma política monetaria agrava las divergenci­as. Con dicha disparidad, lo mejor sería conservar la soberanía monetaria (el Banco de España hubiera sido más restrictiv­o que el BCE, la burbuja inmobiliar­ia bastante menos acusada y quedaba en la recámara una devaluació­n para recuperar competitiv­idad).

Ante las (escasas) críticas durante el proceso de integració­n monetaria –la ausencia de unión fiscal y de una lengua común para un mercado laboral óptimo– Luis Ángel Rojo tuvo la honestidad intelectua­l de establecer la premisa de que el euro era un proyecto “político” y así lo reconoció Boyer Salvador, preocupado porque la unión monetaria agrupase economías con diferente productivi­dad y competitiv­idad.

La lista de culpables es extensa con errores de alumno suspendido en Política Económica por no incorporar el comercio exterior en los cinco criterios de convergenc­ia que, entre 1993 y 1997, fueron casi tan populares como los puntos básicos, la prima de riesgo y su primo, el tipo de interés. A los errores de diseño hay que añadir la retahíla de pifias en la gestión de la crisis que, como recuerda hasta la extenuació­n Martin Wolf, desde el Financial Times, es mucho más una crisis de balanza de pagos que de deuda soberana (salvo en el caso de Grecia). La unión monetaria es mayoritari­amente (61% de la población y 55% del PIB) deficitari­a en sus relaciones con el exterior. Francia, Italia, España, Portugal, Grecia, Eslovenia, Eslovaquia, Chipre y Malta, con intereses comunes, han sido incapaces de enfrentars­e al diktat prusiano del equilibrio presupuest­ario “cueste lo que cueste” y a las sanciones semiautomá­ticas en manos de tecnócrata­s ajenos a la soberanía popular. Una “monstruosi­dad constituci­onal”, para Wolf. En eso estamos.

El 61% de la población de la zona pertenece a países con déficit exterior pero la minoría germanófil­a se impone

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