La ansiedad como un hecho global
La deriva económica y política condicionan la agenda de la cita anual en las cumbres alpinas; hoy, el eje está en la crisis europea
Thomas Mann habló de Davos, en los Alpes suizos. Lo hizo en 1924, cuando publicó La montaña mágica. Escribió acerca de un sanatorio que atendía a personajes variopintos, heridos física y espiritualmente. Y de un antihéroe, Hans Castorp, perdido en un escenario apenas accesible en tren, blanco y remoto, y definitivamente enamorado de una dama misteriosa, Claudia Chauchat. Mann también nos contó que aquellos enfermos jamás sanaban...
Más allá de las 700 páginas que ocupa este relato, no se volvió a hablar de Davos hasta 1971. Para entonces, el sanatorio era ya un hotel y la guerra fría envolvía el mundo: Europa Occidental le daba la espalda a sus vecinos del Este y se volvía hacia Estados Unidos. Era una postura forzada, de hecho, porque ya entonces cobraba forma un nuevo concepto: la globalización como fenómeno aglutinador, la unificación de economías, sociedades y culturas, vía libre a las multinacionales, a la libre circulación de capitales, a la sociedad de consumo.
Ya en aquellos tiempos, Klaus Schwab, profesor de Política Empresarial en la Universidad de Ginebra, captaba el mensaje. Así que reclutó a cerca de
Optimismo, cambio climático, economías emergentes; en sus 41 años de historia, el foro ha tratado múltiples conceptos
450 ejecutivos occidentales y se los llevó montaña arriba, al Centro de Congresos de Davos. Es evidente que el proyecto cundió. Tres años más tarde, importantes líderes políticos se aupaban a la montaña mágica. Hoy, el escenario goza de un peso específico incuestionable.
Ahora hay que abonar alrededor de 17.000 euros para colgarse una acreditación al cuello, superar los celosos controles de seguridad de la policía suiza, recorrer los pasillos del Centro de Congresos y tomar notas en cualquiera de los 300 debates de la cita. Lo hacen más de 2.000 empresarios, y así, entre cafés, cócteles y canapés, se despacha toda suerte de asuntos. Que si millones de niños siguen trabajando por unos pocos céntimos a la hora. Que si la mitad de la población mundial apenas dispone de electricidad. Que si las entidades financieras son pasto de las deudas, y esas deudas redundan en particulares e inversores, privados de préstamos, ayudas, grifos.
Ya se ve, los conceptos son múltiples, y todos ellos de gran valor: justificarían una cumbre por sí solos.
Pero, claro, mejor no dispersarse. De manera que un hilo conductor establece un nexo entre los tiempos de aquel voluntarioso Schwab y las cuitas del presente: las derivas económicas, políticas y sociales determinan las agendas del foro. Y toda suerte de ánimos ha recorrido los pasillos del Centro de Congresos. El optimismo iniciático, la negociación de conflictos vecinales, el cambio climático, el drama de las reservas de petróleo, el sida, el enfurecimiento de los movimientos antiglobalizadores, el crecimiento de China, India y Brasil, el populismo latinoamericano...
Y cierta utopía capitalista: “Capitalismo, democracia y tecnología avanzan simultáneamente y pueden desembocar en la paz global. Las grandes potencias pueden convivir. El éxito de unas no amenaza a las otras”, suscribía Bill Clinton en su discurso de 1999.
Hoy, todo eso ha quedado desfasado. Ahora se habla de un cambio de tercio: Occidente, enfermo, quién sabe si tísico, admite el éxito del Este y el Sur. “Si estornuda Estados Unidos, ¿sigue siendo verdad que se resfría el resto del mundo?”, se preguntaban los invitados al foro en el invierno del 2008, la primera cumbre bajo la crisis. Fue entonces cuando George Soros anticipaba un futuro apocalíptico: “Nos enfrentamos a la peor tragedia financiera desde la Segunda Guerra Mundial”, dijo. Y en medio del apocalipsis, se advirtió una economía mundial circulando a tres velocidades. Unos países emergen. Estados Unidos les sigue, apurado. Y Europa descarrila, ya en recesión.
El problema, ya lo escribió Thomas Mann, es que nadie se cura en Davos.