CONVERGENCIA REAL Y FRATERNIDAD
Desde hace más de dos años, la zona euro sufre una crisis que amenaza su propia supervivencia. Su causa última está en las persistentes diferencias de productividad entre los países que la componen, que, contra lo que algunos esperaban, la moneda única no ha hecho desaparecer. Los menos ricos hemos mejorado nuestro nivel de vida más de la cuenta, endeudándonos para poder gastar más de lo que producíamos; así hemos vivido de prestado, hasta que nuestros prestamistas han dicho basta. Se trata ahora de ir devolviendo la deuda contraída, y de procurar que nos quede algo para ir tirando.
La crisis nos ha recordado lo evidente: el nivel de renta de un país y el gasto que este puede permitirse vienen determinados por su productividad.
La superación del estado agudo de la crisis no resolverá el problema: entre los países miembros de la zona euro, y aún más en el conjunto de la Unión Europea, subsistirán grandes diferencias de renta. Si bien es cierto que, dentro de un país, esas diferencias pueden ser paliadas en gran parte por migraciones internas y por transferencias de recursos entre regiones o provincias, no hay que esperar que lo mismo ocurra entre países: las migraciones serán más
La crisis nos ha recordado que el nivel de renta y el gasto de un país están ligados a su productividad
escasas, y estamos viendo que la disposición de los más ricos a transferir recursos a los menos ricos tiene unos límites bien estrechos, que las frecuentes invocaciones a la solidaridad no consiguen traspasar.
Así las cosas, a menos que los países menos ricos experimenten unos aumentos de producti- vidad que no pueden darse por descontados, las diferencias de renta persistirán: su disminución, lo que llamamos convergencia real, no se producirá, o se producirá muy lentamente. Los países centrales de la Unión Europea ya han dado aviso: será difícil mantener a un socio en la UE si su productividad, y, por consiguiente, su renta, se alejan mucho de la media europea.
Pero ¿qué grado de desigualdad entre países vamos a estimar compatible con la armonía que debe reinar entre ellos? La pregunta no tiene fácil respuesta, porque nos repugna tanto la igualdad impuesta como la desigualdad extrema.
Una analogía puede quizás ayudarnos a encontrar la proporción áurea entre estos dos extremos: en el ámbito familiar, todos los hermanos son iguales entre sí, por ser acreedores, en idéntica medida, al cariño paterno, pero se reconocen el derecho a pedir regalos distintos a los Reyes, a elegir carreras diversas, a cultivar aficiones distintas y a disfru- tar, en consecuencia, de niveles de renta dispares. La armonía familiar nace, precisamente, de esa combinación de igualdad y diferencia.
La analogía familiar no es casual, porque el principio que permite que quienes son iguales en derechos (pero no idénticos) reciban distinto trato es justamente la fraternidad, y es el ejercicio
La UE ha advertido que será difícil mantener a un socio si su productividad se aleja mucho de la media
de la fraternidad lo que nos permitirá vivir de forma distinta siendo iguales ante la ley.
De los tres términos del antiguo lema que la Revolución Francesa adoptó como divisa –“Libertad, igualdad, fraternidad”– Occidente ha rendido culto al primero y ha olvidado el último. Hemos perseguido el se- gundo, la igualdad, mediante la aplicación de la solidaridad. En nombre de esa solidaridad, se han librado grandes y buenas batallas, pero hoy vemos que tiene límites.
Tratamos de compensar la falta de equidad del mercado, resultado de la búsqueda de la eficiencia, con transferencias públicas. Nos permitimos exigir en nombre de la eficiencia y nos obligamos a dar por sentido del deber.
Esta combinación fomenta a menudo nuestros peores instintos: la codicia –disfrazada a veces de espíritu de empresa– y la envidia –que quiere hacerse pasar por ansia de justicia social–. Una sociedad con solidaridad pero sin fraternidad, se ha dicho, es una sociedad de la que todo el
Occidente ha rendido culto a la libertad y ha perseguido la igualdad, pero se ha olvidado de la fraternidad
mundo desea escapar. Lo poco que uno sabe de países mucho más solidarios que el nuestro sugiere que algo de verdad debe de haber en esa afirmación.
Por cuanto la fraternidad permite ser diversos a quienes son iguales, su ejercicio evitará que ocurra lo que muchos temen del proyecto europeo: que la búsqueda de la igualdad de niveles de renta se convierta en uniformización de aficiones, hábitos y formas de penar. Esa uniformización, que no ocurre en una familia normal, no tiene por qué producirse en el ámbito europeo. Al contrario: la fraternidad hará posible la convivencia sin recelos ni resentimientos entre los ciudadanos de países muy ricos y los de países algo menos ricos, mientras nos acercamos a ese objetivo, hoy distante, de unos Estados Unidos de Europa; y quizá lleguemos a ayudar a los más pobres, no por sentido del deber, sino por generosidad.
Nada de esto me parece ajeno a nuestra situación económica. Ya que hablamos mucho de crisis de valores –no cabe duda de que la desaparición de ciertas pautas de conducta ha contribuido a traernos a donde estamos– acordémonos de la fraternidad, valor olvidado desde mucho antes de la crisis. Pensemos en cómo su ejercicio puede mejorar las cosas. Dediquémosle un pensamiento, de vez en cuando, durante la larga noche de invierno que nos rodea, mientras trabajamos por una primavera que no dejará de llegar.