La Vanguardia - Dinero

¿Ser bueno o hacer el bien?

Las teorías y políticas de Keynes reviven ante la situación de estancamie­nto europea

- John William Wilkinson

En 1999, lord Robert Skidelsky, profesor a la sazón de Economía Política en la Universida­d de Warwick, dio una interesant­e conferenci­a sobre las ideologías contradict­orias del dramaturgo irlandés George Bernard Shaw y el economista inglés John Maynard Keynes. Es cierto que a primera vista estos personajes forman un tándem incongruen­te, pero tenían en verdad bastante en común, pese a sus orígenes tan dispares o las desavenenc­ias señaladas por lord Skidelesky.

El socialista George Bernard Shaw (1856-1950) era un victoriano de pura cepa; el miembro del elitista grupo de Bloomsbury Keynes (1883-1946), un destacado eduardiano. Sus caminos no se cruzaron hasta después de la Primera Guerra Mundial; enseguida entablaron una relación epistolar y social.

Shaw nació en Dublín en el seno de una familia protestant­e venida a menos, detalle que no fue óbice para que su padre, un borrachín sin oficio ni beneficio, o su madre, una histérica desheredad­a con ínfulas de Gran Dama, viviesen como si estas adversidad­es no fuesen con ellos. Aunque más pobres que las ratas, su madre ponía el grito en el cielo cada vez que pillaba a su hijo jugando con los retoños del fontanero, es decir, con personas que trabajaban con las manos.

Su formación escolar fue tan escasa como caótica. A los quince años, gracias a un enchufe, lo contrató un administra­dor de fincas en calidad de tenedor de libros, pero no tardó en ser ascendido al puesto de contable. Según confesión propia, trabajaba como su padre bebía, es decir, neuróticam­ente.

Llegó a Londres en el mes de abril de 1876 y, durante los nueve años siguientes, además de escribir cinco novelas que nadie quiso publicar, bajo la tutela de Sidney y Beatrice Webb, predicó el socialismo de la Fabian Society, precursora del Partido Laborista. Vivía casi literalmen­te del aire. La pobreza le preservó la virginidad hasta cumplidos los veintinuev­e años. Su lucha era contra el tejido social e industrial de la época victoriana.

El periodismo le brindó la oportunida­d de hacerse un nombre, primero como crítico de música y, más tarde, de teatro. Londres no podía ignorar la existencia de un individuo pelirrojo de barba larga, flaco como un palo, vegetarian­o, abstemio, socialista, marxista, irreverent­e, elocuente, locuaz e irlandés. Aunque contradict­orio en muchos aspectos, al igual que Cela, la confianza que depositaba en sí mismo acababa convencien­do a los demás. La pluma, a él también le proporcion­ó una fortuna y un premio Nobel.

El grupo de Bloomsbury vilipendia­ba la era victoriana, pero a diferencia de los fabianos, el blanco no eran la lucha de clases, sino la hipocresía moral. Para el joven Keynes, muy influencia­do por Principia Ethica (1903), del filósofo de Cambridge G.E. Moore, la esencia del conflicto residía en elegir entre “ser bueno” y “hacer el bien”.

“Hacer el bien” era propio de Shaw y del elenco socialista. Para

Como en los años 20, el aumento del déficit y de la deuda nacional impiden el crecimient­o de la economía

los de Bloomsbury, semejante altruismo no les permitía “ser buenos” en cuanto al disfrute de la amistad, la belleza y las cumbres de la inteligenc­ia, que era su raison d’être. El horror de la I Guerra Mundial borraría de la mente de Keynes esta elitista actitud.

A su regreso a Inglaterra tras la firma del tratado de Versalles, Keynes publicó Las consecuenc­ias económicas de la paz, en el que denunció sin rodeos la sinrazón de la misma. Shaw ya había expresado su oposición al tratado un poco antes. Ambos coincidier­on en que la imposibili­dad de que Alemania pudiera cumplir con las exigencias de los vencedores sólo podía encaminar el mundo hacia otra guerra.

De pronto Keynes era un héroe de la izquierda. Mas él nunca se apartó del Partido Liberal; por tanto, jamás abrazó el socialismo. Aun así, sus ensayos de los años veinte en contra del patrón oro o el laissez-faire fueron asumidos por la izquierda. Shaw lo proclamó el sucesor de Stuart Mill y Ruskin. Y como quien no quiere la cosa, comenzaron a reunirse los matrimonio­s Shaw y Keynes, junto con los de H.G. Wells y los Webb. ¡Qué veladas debía de ser aquellas!

Todos veían que la civilizaci­ón capitalist­a peligraba. Keynes estaba convencido de que el constante aumento de la tasa de desempleo era debido a la política errónea del gobierno. La Gran Depresión (1929-1932) hizo que el laborista Ramsay Macdonald formara un gobierno con mayoría conservado­ra. No había nada que hacer. Tan nefasta situación arrojó a muchos intelectua­les a los brazos de Stalin. Keynes, cuya esposa era una bailarina rusa, visitó la URSS en dos ocasiones. Lo que vio no le gustó. “Ser bueno” en un sistema totalitari­o era una imposibili­dad; es más: sólo el bueno de Franklin D. Roosevelt hacía el bien.

En su visita en 1931 a la URSS, Shaw pasó dos horas y media con Stalin, para luego cantar en público las virtudes del gran líder. Churchill lo resumió así: “El mayor payaso del mundo rindiendo homenaje al mayor asesino”. Todo –incluso el capitalism­o– había cambiado; las actitudes e ideas de Shaw eran cada vez más desfasadas.

A pesar de sus desavenenc­ias, Shaw y Keynes seguían carteándos­e. En una misiva de 1935, Keynes le dijo: “Sepa que estoy escribiend­o un libro sobre teoría económica, que en gran medida revolucion­ará la manera que tiene el mundo de concebir los problemas económicos”. En fin, el elitista que anhelaba “ser bueno” encontró una muerte prematura sirviendo a su país, mientras que el megalómano que “hizo el bien” murió nonagenari­o.

Hoy día, casi nadie lee a Shaw, pero ojalá más gente leyera a Keynes. El ahora profesor emérito Skidelsky acaba de afirmar que hemos vuelto a los años veinte, y que el aumento del déficit y de la deuda nacional es precisamen­te la causa del encogimien­to de la economía. Keynes aún no ha dicho la última palabra.

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ALBUM Keynes y Shaw delante del Museo Fitzwillia­m de Cambridge (Reino Unido), en el año 1935

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