Lo que cuesta elegir
En el 2012, se gastarán en EE.UU. unos 4.600 millones de euros en concepto de elecciones
Hace tiempo que da la impresión de que la política ha devenido poco más que una interminable, costosa y agotadora campaña electoral. Las elecciones marcan la agenda de tal forma que, el que las gana, se lanza, nada más hacerse con el poder, a poner en marcha todo cuanto pudiera resultar doloroso o impopular.
Si lo desagradable no se implementa con rapidez, cuando menos pensado, el presidente y su gobierno se dan cuenta de que ya han alcanzado el ecuador de su mandato, momento en el que se ven obligados a ejecutar un viraje que causará, ya con los próximos comicios obsesivamente a la vista, una impresión que sea favorable, atractiva, irresistible… y, sobre todo, ganadora.
Para hacerse con el poder, el candidato no tiene más remedio que rodearse de un ejército de bien remunerados asesores. ¿Asesores de qué? De todo… de imagen, de finanzas, jurídicos, espirituales… ¿Y estos de dónde sacan sus conocimientos? Empezando por España, a estas alturas cualquier asesor que se precie se ha formado en Estados Unidos, donde, como ahora con las primarias del partido republicano, el sol mediático nunca se pone.
Lo mismo podría decirse de la cuasi totalidad de los ministros de economía europeos: todos han estudiado en las mismas escuelas de negocios norteamericanas, o al menos en alguna de sus sucursales.
El poder político en democracia es un bien escandalosamente caro, de modo que sólo le es permitido a un muy reducido grupo de superricos y poderosos disponer de los medios que le permiten financiar y, de alguna manera, controlar las campañas electorales de los candidatos, por no hablar de la elección de los votantes a la hora de depositar en la urna su papeleta.
Se ha calculado que a lo largo de este 2012 se gastará en Estados Unidos –entre las elecciones presidenciales, estatales y del Congreso– la friolera de 6.000 millones de dólares (unos 4.600 millones de euros). Todo un récord. Pero ojalá sólo fuera una cuestión de dinero. Los legisladores dedican gran parte de su tiempo a recaudar fondos, actividad que suele obligarles a atender a las exigencias de los lobbies o los super-pac ( political action committees en inglés), que son quienes realmente cortan el bacalao.
Los políticos siempre andan faltos de dinero porque saben
Los legisladores dedican gran parte de su tiempo a recaudar fondos y a atender a los lobbies
que si su campaña no incluye un auténtico bombardeo de anuncios por la televisión, la mayoría dedicada a vilipendiar como sea al contrincante, sencillamente no hay nada que hacer. Y puesto que un ataque conduce a un inmediato y más iracundo contraataque, nunca hay fondos suficientes para costear esta guerra sin tre- gua de desagradables anuncios.
Gracias al sistema electoral vigente, las cadenas de televisión norteamericanas hacen su agosto con tanta publicidad. De modo que a ninguno de los que ostentan el poder real se les ocurriría cambiarlo. Claro que podrían emular el método empleado en muchos países europeos, pero los contribuyentes no quieren que se gaste dinero público con ese fin. De hecho, al pagar cada año sus impuestos, disponen de una casilla para destinar, si así lo desean, tres dólares hacia la financiación de las elecciones presidenciales. El 90% no la rellena.
Todos los candidatos comparten la misma desventaja: son humanos. Ninguno comienza la carrera libre de pecado. Un equipo con tiempo y medios suficientes para buscar y rebuscar en el pasado de cualquiera de ellos acabará descubriendo algún dato que podrá ser utilizado en su contra. Acuérdese de ese porro que Clinton fumó sin tragar el humo.
Newt Gingrich es un blanco fácil para sus enemigos: ha estado metido en líos matrimoniales y, dicen, da la impresión de ser un hombre egoísta e inestable. Además, en opinión de muchos republicanos, es culpable de un imperdonable desliz: cobró de Freddie Mac nada menos que 1,6 millones de dólares (1,2 millones de euros) por un trabajo de asesoría, en calidad de historiador. Por otro lado, publicó el año pasado un libro en el que habla de la necesidad de poner fin a la máquina laica socialista de Obama o, en el 2009, Redescubrir Dios en América, obras que contienen mensajes que deben de hallar bastante aceptación entre sus correligionarios. El Gingrich intelectual confiesa lo mucho que debe a Arnold Toynbee e Isaac Asimov.
A medida que avanza la carrera de obstáculos de estas primarias republicanas, aumenta el número de participantes eliminados. ¿Quién se acuerda ahora de Michele Bachmann? ¿Sabe alguien el paradero de Rick Perry o de Herman Cain? En uno de los debates, Ron Paul tuvo la temeridad de afirmar que si algunos musulmanes atentan contra Estados Unidos es porque Estados Unidos está bombardeando sus países. Es más, es partidario del patrón oro. Estas ideas difícilmente le permitirán llegar a la meta. Mitt Romney es mormón, y sus actividades en la empresa Bain Capital han suscitado toda clase de sospechas. Santorum es un católico que niega la existencia de los palestinos.
A estas alturas de la carrera y en vista de los pecados –descubiertos, aireados, confesados o negados, pero no siempre perdonados– cometidos por cada uno de los candidatos, se podría afirmar que si los que quedan aún son capaces de mantenerse en pie es gracias a los super-pac, que operan desde el 2010 sin ningún tipo de límite en cuanto a aportaciones económicas.
Aparentemente, no pueden colaborar con los candidatos, pero, como se ve a diario, hacen caso omiso de este requisito. El peligro que entrañan es evidente, máxime en un país en el que el 11% de los ciudadanos –unas 21 millones de personas– carece de un documento de identificación que les permita votar.
En un artículo publicado en febrero en el New York Review of Books, la comentarista política Elizabeth Drew afirma que los super-pac han modificado el sistema electoral hasta el punto de hacer peligrar el propio sistema democrático. Las próximas elecciones presidenciales prometen ser de aúpa. Y no sólo los comicios norteamericanos.