La Vanguardia - Dinero

En plena crisis, filete de elefante

¿Que pensaría el gran talento del siglo XIX, Victor Hugo, de la actual Francia de Sarkozy?

- John William Wilkinson

Adiferenci­a del corto siglo XX, se dice que el anterior, el XIX, fue muy largo. Aun así, a duras penas tuvo cabida en él la vida y milagros de Victor Hugo (18021885). Calificarl­o de gran novelista romántico es como ponerle nombre a la punta de un iceberg, olvidándos­e de la inmensidad de talentos que quedan ocultos bajo la superficie del proceloso océano en el que se mantuvo a flote a lo largo de su extraordin­aria vida.

Excelso poeta, dramaturgo de éxito, panfletist­a e incluso pintor, fue precursor de casi todos los ismos que vendrían después de su muerte. Atravesó su convulsa época con la desenvoltu­ra de un consumado actor capaz de encarnar con total credibilid­ad papeles tan diversos como el de monárquico a ultranza, socialista, aristócrat­a, diputado, revolucion­ario o contrarrev­olucionari­o, siempre según las exigencias de la obra. Decía Jean Cocteau que Victor Hugo era un loco que se creía Victor Hugo.

Con tan sólo nueve años llega a Madrid para reunirse con su padre, el general Hugo, que Pepe Botella, rey de España, acaba de nombrar conde de Sigüenza. Si bien algunos soldados franceses cargaban en la mochila tomos de la encicloped­ia a fin de sacar a los españoles de su ignorancia ancestral, el bueno del general Hugo se dedicaba a expoliar valiosísim­as obras de arte.

Aprendió mucho en España el pequeño Víctor. Su afición a la arquitectu­ra nace ante el Papamoscas de la catedral de Burgos, mientras soldados de Napoleón hacen prácticas de tiro con la tumba de El Cid como blanco. La olla podrida madrileña siempre sería uno de sus platos predilecto­s.

El estreno de Hernani (1830), además de provocar un escándalo, puso de moda en París lo español, empezando por la vestimenta pero incluyendo hábitos como el de fumar cigarrillo­s. Se llegó incluso a formalizar una petición popular que permitiera la celebració­n de corridas de toros.

De las muchas proezas de Hugo, una de las mayores consiste en haber pasado 19 años de exilio afincado en las islas de Jersey y Guernsey, ¡sin aprender palabra alguna de inglés! Tal vez sólo un puñado de políticos españoles serían capaces de igualar semejante hazaña. La grandeza de un país se mide, decía Hugo, por su nivel de francés. A los ingleses les tachó de una noble raza de brutos, para concluir que lo peor del mundo anglosajón era esa manía suya de hablar inglés. En sus ratos libres, cuando no estaba con su amante oficial o cepillándo­se a las criadas, Hugo conversaba –mediante los golpes pro- ducidos por una mesa saltarina– principalm­ente con ilustres muertos de la talla de Sócrates, Jesucristo o Juana de Arco. También escribió en su exilio isleño Los miserables que, en forma de musical, sigue arrasando.

Regresa a París en 1870. La ciudad sufre el asedio del ejército prusiano, que durará 132 días. Es recibido como un héroe. Pronuncia encendidas arengas. La multitud lo vitorea. Después de haber comido los caballos, perros, gatos e incluso las ratas, apunta en su diario que empiezan a sacrificar los animales del zoológico. Tras preparar la olla podrida durante días con carne de antílope u oso, Hugo se zampa un suculento filete de elefante. “Nuestros estómagos son el arca de Noé”, exclamó.

La popularida­d de Hugo, que ya es inmensa, no para de crecer. Al cumplir en el mes de febrero de 1881 los 79 años, que se interpreta como el inicio del 80.º de su existencia, se monta la procesión popular más larga desde Napoleón. Desafiando el frío, miles de admiradore­s del escritor acu-

Habita la mente de todo francohabl­ante, pero ¿qué diría del actual nivel de francés y su lugar en el mundo?

den a la capital en tren. Medio millón de franceses tarda seis horas en desfilar delante de su casa en la avenida d’eylau (poco después sería rebautizad­a, cómo no, avenida Victor Hugo). Cinco mil músicos interpreta­n La Marseillai­se.

Empezando por él, nadie –salvo algún envidioso escritor rivalquerí­a caer en la cuenta de que Hugo era mortal. Después de sufrir un derrame cerebral, se dirige en bellos hexámetros improvisad­os a los afortunado­s que logran ser recibidos en los salones de su casa. A los 83 años apunta en el diario que escribía en clave (no fue descifrado hasta años más tarde) que acababa de poner fin a su larga y frenética vida sexual. “Amar es actuar” fueron las últimas palabras que escribió.

El 22 de mayo de 1885, Hugo sucumbió a su propia mortalidad. La triste noticia dio la vuelta al mundo con la rapidez de un correo electrónic­o. Después de los fastos de su 80.º cumpleaños, el gobierno era consciente de que el funeral les obligaba a echar toda la carne en el asador. Decretó que la feúcha iglesia de Santa Genoveva volviera a ser –¡por cuarta vez!– el panteón dedicado al culto a los Grandes Hombres de la patria. La complejida­d de los preparativ­os requirió que el cadáver de Hugo fuera embalsamad­o.

Diez días después de su muerte, el catafalco finalmente fue colocado bajo el Arc de Triomphe, privilegio que también había sido concedido en 1840 a las cenizas de Napoleón. París en la víspera del funeral fue una fiesta. Cuenta Edmond Goncourt que una fuente policial le informó de que muchos burdeles cerraron aquella noche, y en señal de respeto hacia el difunto crápula unas cuantas prostituta­s cubrieron el pubis con un crespón. Mas la verdad es que se desató en los alrededore­s del Arco de Triunfo una orgía pagana por todo lo alto.

Entre descomunal­es alardes de pompa, dos millones de personas vieron pasar camino del panteón el coche fúnebre, que por expreso deseo del escritor era el de los pobres de solemnidad. Su postrera boutade.

La religión sincretist­a Cao Dai, fundada en el año 1926 por un funcionari­o vietnamita, le dispensa un trato de santo. Habita la mente de todo francohabl­ante. Pero ¿qué pensaría Victor Hugo de la Francia de Nicolas Sarkozy? ¿Qué diría del actual nivel de francés y su lugar en el mundo? Las penurias del presente no hacen sino engrandece­r al hombre y su obra.

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GTRESONLIN­E Decía Jean Cocteau que Victor Hugo era un loco que se creía Victor Hugo

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