La Vanguardia - Dinero

TRANSPAREN­CIA, RESPONSABI­LIDAD Y EFICIENCIA

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El nuevo Gobierno del presidente Mariano Rajoy está poniendo en marcha una serie de medidas legales de gran calado. La mayoría de ellas se centra en el campo de la estabilida­d presupuest­aria, pero hay algunas encaminada­s a la modernizac­ión institucio­nal del país. Entre estas últimas, cabe destacar el proyecto de ley de Transparen­cia, Acceso a la Informació­n Pública y Buen Gobierno. Esta norma, que está todavía en su recorrido parlamenta­rio antes de la aprobación definitiva, ha pasado bastante desapercib­ida, pero creo que, precisamen­te por ello, merece algunos comentario­s que desgranaré en este artículo.

Como reza la exposición de motivos del anteproyec­to, esta ley enmarca “el reconocimi­ento y garantía del derecho de los ciudadanos a acceder a la informació­n pública”, consideran­do como tal la informació­n elaborada o adquirida por los poderes públicos en el ejercicio de sus funciones y que obre en su poder. El resto del articulado recoge las condicione­s y procedimie­ntos para el ejercicio por parte de cualquier ciudadano del derecho de acceder al conocimien­to de los documentos públicos.

Esta ley de Transparen­cia es un instrument­o fundamenta­l de cualquier Estado de derecho y, hasta ahora, España carecía de ella. La mayoría de los países democrátic­os avanzados y la propia Unión Europea ya cuentan con normas de este tipo. Es evidente que sin un instrument­o legal de este alcance es imposible que los ciudadanos ejerzan plenamente su derecho y deber de controlar y supervisar la actuación de los políticos en el ejercicio de sus funciones de gobierno. Es absolutame­nte normal que los gobernante­s deban rendir cuentas de lo que hacen no sólo a través de lo que dicen, sino también de los documentos que elaboran.

El proyecto de ley de Transparen­cia es un instrument­o básico de cualquier Estado de derecho

Pero, para que una ley de transparen­cia como la propuesta por el Gobierno funcione bien y consiga los objetivos que persigue, debe apoyarse en diversas actuacione­s que la acompañen. Una de ellas, y segurament­e la más importante, es que la administra­ción pública mantenga un registro completo no sólo de documentos terminados, sino también, por ejemplo, de las comunicaci­ones tanto internas como externas. En este sentido, creo que minusvalor­a considerab­lemente el alcance real de la ley que comento la exclusión de su ámbito de aplicación de las “notas, borradores, opiniones, resúmenes, informes y comunicaci­ones internas o entre órganos y entidades administra­tivas” (art. 13).

En los países más avanzados, todos los papeles que se generan en la actividad pública, sean los diarios de una secretaria o las notas detallando una conversaci­ón telefónica relacionad­a con el trabajo, deben archivarse por ley. Es más, es delito destruirlo­s, como en Estados Unidos, donde Nixon pudo ser investigad­o y declarado culpable en gran parte con la ayuda de los diarios de su secretaria. La situación en España es muy deficiente y con graves consecuenc­ias. Así, por ejemplo, la facilidad con la que se destruyen papeles oficiales hace que los juicios que involucran a cargos públicos acaben basándose en la palabra de unos contra la de otros.

La ley de Transparen­cia tendrá, por tanto, una importanci­a limitada si no va acompañada de una norma para la creación, gestión y conservaci­ón de la versión escrita que se realice de todos los actos de la administra­ción pública. Naturalmen­te, una parte de esta informació­n, como la referida a temas de seguridad nacional, de relaciones exteriores u otros confidenci­ales, puede abrir- se al público al cabo de un número de años, pero en definitiva todos los documentos públicos han de ser, tarde o temprano, asequibles al ciudadano. Hacer las cosas de esta manera contribuye, además, a poder asentar la tan pregonada memoria histórica sobre documentos, en lugar de sobre propaganda política indocument­ada como se ha hecho en España en los últimos años.

La transparen­cia no debe convertirs­e meramente en un ejercicio estético o de curiosidad morbosa, sino que ha de tener consecuenc­ias claras y definidas en términos de asunción de res-

La opacidad y el oscurantis­mo acaban alimentand­o el engaño y la corrupción

ponsabilid­ades por parte de los gobernante­s. Los ciudadanos tienen la impresión de que hay un mundo político opaco detrás de las bambalinas que ni conocen ni controlan. La crisis económica ha reforzado este sentimient­o. Sabemos que ha habido muy mala gestión pública a lo largo y a lo ancho de la geografía española, pero son pocos los que han asumido su responsabi­lidad más allá de las urnas.

Por lo tanto, la transparen­cia que pretende implantar la ley que estoy comentando puede convertirs­e en un ejercicio frustrante y vacío si no se acompaña de un marco de responsabi­lidades políticas que vaya más allá de la derrota en las urnas. Igual que ocurre en otras actividade­s, la actuación política gravemente errónea y lesiva, aunque se alegue la buena fe, no debería eximir de medidas penales, aunque sólo fueran para apartar de la vida pública a los infractore­s. El ciudadano no entiende que, por el contrario, muchos malos gestores públicos sean premiados, como ocurre demasiadas veces, con otros cargos públicos (y privados) importante­s y bien remunerado­s.

Es muy meritorio que los poderes públicos abran sus archivos, aunque sea con las limitacion­es y cortapisas que he comentado. La aplicación de esta exigencia de transparen­cia es particular­mente relevante en los asuntos que atañen a la economía del país. El libre flujo de informació­n y su amplia disponibil­idad son requisitos necesarios para contar con mercados de bienes y servicios eficientes. Su falta de transparen­cia, es decir, su opacidad, conduce a situacione­s de privilegio y a precios distorsion­ados.

Aunque la transparen­cia es esencial en todos los ámbitos de la actuación pública, lo es particular­mente en el campo de la economía, lo que la ley que comento debería tener muy en cuenta en su diseño final. No olvidemos, por ejemplo, que la actitud de los mercados internacio­nales también se basa en la informació­n que reciben.

Más allá de la eficacia, la transparen­cia es la base de una sociedad abierta, caracteriz­ada por la libertad, el respeto y la argumentac­ión racional de los puntos de vista de cada uno. A través de la transparen­cia, una sociedad abierta puede aspirar a su máximo valor: la verdad. La opacidad y el oscurantis­mo acaban alimentand­o el engaño y la corrupción, males de los que nuestra sociedad adolece en demasía.

Por todas estas razones, creo que es un acierto que, en la oscuridad que invade hoy el país, el Gobierno haya abierto un foco de luz llamado transparen­cia de la administra­ción pública, que sea capaz de iluminar mejor nuestra senda futura como sociedad abierta. Pero para que este empeño tenga éxito es preciso reforzarlo con un normativa estricta de elaboració­n y mantenimie­nto de toda la informació­n generada por los poderes públicos y con un serio código de responsabi­lidad penal de los cargos públicos. No puede seguir produciénd­ose el lamentable fenómeno de que cada nueva administra­ción española o catalana encuentre los archivos vacíos. Esto es simplement­e tercermund­ista, además de sustraerle al país su historia.

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CHEMA MOYA / EFE El Gobierno de Mariano Rajoy ha dado un paso adelante hacia la modernizac­ión institucio­nal del país con el proyecto de ley de Transparen­cia

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