‘Give me two’ a la brasileña
La nueva clase media-alta del país sudamericano compra pisos de lujo y bate todos los récords de gasto en los estados de Nueva York y Florida
Una empleada de la tienda sin impuestos del aeropuerto Ezeiza de Buenos Aires besaba el domingo pasado, entre muestras de agradecimiento y supuesto afecto, a los cuatro miembros de una familia brasileña. ¿A qué tanta efusión en plena cola de una caja? La respuesta estaba en el contenido de la cesta metálica que portaba el papá: unos veinticinco frascos de perfumes de marca que posiblemente convertían a los agasajados compradores en clientes del día. O no, pues al parecer el give me two o “deme dos” del que los brasileños están haciendo gala sobrepasa con frecuencia los límites de la prudencia.
El enfriamiento económico del emergente sudamericano no es por ahora lo bastante acusado como para moderar a ojos vista el afán comprador de los nuevos ricos del país. Pese a una cierta recuperación del dólar frente al real y un crecimiento en el último año muy inferior al del 2011 (2,7% contra 7,5%), la euforia consumista de los brasileños acomodados puede no ser tan pasajera como la mostrada en épocas anteriores por give me two de otros países, incluida la España de finales de los ochenta y principios de los noventa. Además de arrasar los freeshops de media Latinoamérica, los hijos del éxito de Brasil están adquiriendo pisos en Manhattan y Miami como si fueran a esfumarse.
El fenómeno halla su explicación en la economía, pero también en la psicología social. El crecimiento del país en los últimos años ha hecho surgir una nueva y heterogénea clase media-alta compuesta por empresarios, terratenientes, altos ejecutivos y profesionales de las finanzas, la tecnología y la construcción a quienes normalmente gusta exhibir su prosperidad. Entre estas privilegiadas capas de la socie- dad, el consumo de lujo y la inversión en inmuebles valiosos no es sólo un modo de amarrar el futuro, sino una moda en la que destaca más quien primero llega. La carestía de precios en casa y la fortaleza de la moneda, aún sobrevaluada pese a su retroceso en los últimos meses, alienta la voracidad compradora de estas gentes cuando salen al extranjero, lo cual a menudo hacen precisamente para aprovechar esa ventaja.
El caso es que los 11,2 millones de brasileños que visitaron Estados Unidos el año pasado situaron a su país en cabeza del ranking de los más gastadores en los estados de Nueva York y Florida, mientras que en la clasificación general del vecino país quedaron terceros por detrás de británicos y japoneses. El promedio de desembolso per cápita y por viaje ascendió a 5.918 dólares, según datos de septiembre del 2011.
La desaceleración registrada desde entonces a esta parte no frenó el tren de vida de estos visitantes, no ya en EE.UU., sino en el conjunto del planeta. De acuerdo con los últimos números del Banco Central, el gasto de los brasileños en el exterior durante el primer trimestre del 2012 marcó un máximo histórico de 5.380 millones de dólares, con un incremento del 13,2% respecto a los tres primeros meses del 2011.
En España, que el año pasado recibió a más de medio millón de turistas del gigante latinoamericano, los brasileños gastaron el doble que el promedio de foráneos: 206 euros al día frente la media de 100 euros.
Pero es sobre todo a los habitantes de Nueva York y Miami, cimas del glamur en el imaginario del brasileño enterado, a quienes los nuevos ricos del emergente país tienen con la boca abierta... Y a veces salivando mentalmente, caso de los agentes inmobiliarios de ambas ciudades. No es para menos cuando se conoce el creciente y lucrativo interés de estos ciudadanos por comprar, a menudo a toca teja, apartamentos en zonas como Manhattan o South Beach: prohibitivas para casi todo el mundo, pero relativamente baratas para los habitantes de los barrios altos de Río y São Paulo, y ante todo más seguras que estos.
En un reportaje dedicado al asunto por el The New York Times hace unas semanas, una brasileña relataba triunfalmente cómo ella y su marido habían podido cumplir “su sueño” de hacerse con un piso en NY, concretamente en el barrio de Chelsea (Manhattan oeste). Sólo que, ya puestos, habían decidido comprar no uno, sino dos apartamentos contiguos para redondear el legado a sus tres hijos y las bonitas cifras de 200 metros cuadrados de interiores y 260 metros cuadrados de terraza, en total. ¿Precio? Cuatro millones y pico de dólares. Pero no importaba: give me two, pudieron decir al cerrar el trato.