Las luces piloto de Versalles
El alza de los precios energéticos plantea dudas sobre la idoneidad del horario español
En estos tiempos de mudanzas, turbulencias y demás, uno acaba dándole vueltas a nimiedades tipo: al cerrar la nevera, ¿se apaga la bombilla que hay dentro? Claro que para salir de dudas sólo hay que colocar un móvil con la cámara programada entre la rúcula y la pechuga de pavo bajo en grasas y sal. Lo más probable es que salga una foto digna de Malévich. Pero ¿siempre es así? ¿No habrá ocasiones en las que siga encendida la bombilla, por muy bien que esté cerrada la puerta?
Empezando por la dichosa bombilla, todo lo que hay en la nevera tiene fecha de caducidad. Por siguiente, es inútil recordar que en un parque de bomberos de California lleva 111 años encendida una desafiante bombilla, fabricada antes de la introducción de la obsolescencia programada.
Luego está el tema de las luces piloto de los mil y un aparatos que posee todo el mundo y que nunca apagamos. Suena a leyenda urbana, pero hay quien afirma que en el conjunto de la Unión Europea el consumo innecesario anual de estas lucecitas daría para iluminar todo Portugal durante un mes.
Volvamos a la nevera. Cuando un occidental se ausenta de su domicilio durante unos días, suele cerrar el agua y el gas, pero no quita la corriente eléctrica. ¿Por qué? Además de querer evitar que se le desprogramen sus mil y un aparatitos, en el fondo es por culpa de la nevera. Ha escrito Manuel Vicent que “a partir de los años sesenta el frigorífico disolvió la cena familiar… La nevera ha sido la responsable de que la familia cristiana se haya destruido”. Son palabras mayores, pero razón no le falta a este valenciano que tuvo la suerte de ser criado en un Edén culinario que ha mucho sólo existe en la memoria de personas de cierta edad.
¿Y qué decir del horario tan peculiar de los españoles? ¿Siempre se ha acostado la gente tan tarde? ¿Es normal que un partido de fútbol comience a las diez de la noche o que los jóvenes salgan de marcha a las dos de la madrugada?
El gran cambio se produjo en el siglo XVII, cuando muchos festejos populares abandonaron las calles y parques para celebrarse de noche en los pala- cios. De pronto era frecuente que los carruajes que llevaban a los cortesanos a casa a dormir la mona se cruzaran al alba con los jornaleros camino del trabajo.
Históricamente, la noche se asociaba con el mal. “Yo soy la luz del mundo”, proclama Jesucristo en el Evangelio según san Juan. Bajo el manto de la noche se reunían los herejes y medraba la brujería. Por otro lado, conscientes de que la iluminación interior de cada uno es la que importa, místicos como santa Teresa o san Juan de la Cruz no temían en absoluto la oscuridad. Los protestantes que sufrían persecución a manos de los católicos se reunían de noche en secreto y viceversa. La Cuaresma y las celebraciones de la Semana Santa ayudaron a iluminar y hacer atractiva la noche.
Los torneos y justas medievales se disputaban a pleno sol; los mercados y ferias se montaban al aire libre. El compositor Händel (1685-1759) presentaba sus grandes oratorios al público londinense en medio de los jardines de Gray’s Inn. De modo que cuando los príncipes comenzaron a divertirse hasta altas horas de la noche en los salones de sus suntuosos palacios, desencadenaron sin querer lo que en poco tiempo iba a ser un inmenso cambio en las costumbres de toda la población, sobre todo en las urbes, que ya se hallaban en plena expansión.
Durante el reinado de Luis XIV todos los grandes acontecimientos –óperas, bailes, espec-
El consumo anual en la UE de las luces de los aparatos electrónicos da para iluminar todo Portugal un mes entero
táculos de fuegos artificiales…– se celebraban de noche; la caza fue el único placer diurno al aire libre del monarca, que rara vez se acostaba antes de medianoche. A fin de resaltar su belleza bajo la iluminación artificial, las damas se maquillaban con grotesca desmesura. Versalles pretendía ser un mundo aparte, que só- lo admitía que accediera a los saraos la crème de la crème, pero la emergente alta burguesía, que no quería ser menos, emuló, a su manera, la desenfrenada vida nocturna de la corte.
En París, la conquista de la noche se culminó con la introducción en 1667 del alumbrado de vías públicas. Tardaron bien poco en seguir el ejemplo las otras capitales europeas. Bajo la mirada de los serenos, la gente respetable se permitía salir a dar una vuelta después de la cena. Los que salieron perdiendo fueron los hasta la fecha únicos moradores de las oscuras calles: los estudiantes, los sirvientes, las prostitutas, los mendigos y los parranderos de toda índole, sin olvidar a los pícaros y maleantes. La reacción inicial de estos fue la de romper los faroles, temeridad que en Francia se castigó con una severa condena a galeras, o en Viena, con la amputación de una mano.
El alumbrado dio alas a los cafés, muchos de los cuales permanecían abiertos las 24 horas del día. Eran lugares en los que la gente podía hablar libremente, leer la prensa o simplemente pensar en las musarañas. George Steiner ha reivindicado la importancia que han tenido los cafés en la historia de Europa.
También empezaron a proliferar los clubs privados sólo para caballeros, quienes tuvieron claro que no pensaban compartir con las damas esos remansos de paz. Sólo las aristócratas con carruaje privado gozaban de una cierta libertad de movimiento en medio de ese mundo dominado por el sexo masculino. Muchas supersticiones y absurdas creencias ancestrales, en cambio, se fueron apagando ante el auge de la vida nocturna.
Ahora bien, queda por contestar la pregunta del millón que profirió Josep Pla al contemplar las luces de Manhattan: “¿Quién paga todo esto?”. La respuesta más sencilla es “nosotros”, y nos sale cada vez más caro. Así que es recomendable apagar las lucecitas piloto, plantearnos el abandono de un horario propio de aristócratas y pícaros… y seguir dándole vueltas a lo de la bombilla de la nevera.