¿Qué es Francia?
El nuevo presidente de la República tendrá que hacer frente al debate sobre la identidad del país
Al acudir hoy a las urnas, los ciudadanos franceses lo harán sin que se haya resuelto una de las obsesiones de Nicolas Sarkozy; a saber: establecer qué es Francia y qué demonios la identidad francesa. Una vez planteadas estas cuestiones, no va a ser fácil hacerlas desaparecer del discurso político, gane quien gane estas presidenciales. ¡Muy al contrario!
Si nada menos que Charles de Gaulle podía escribir en sus Memorias de la guerra que “toute ma vie je me suis fait une certaine idée de la France”, a estas alturas debe de estar hecho un lío Sarkozy, que en cierta ocasión se definió a sí mismo como “un pequeño francés de sangre mezclada”. Dicho así, quizá no sea el candidato idóneo a quien encomendar la recuperación de la añorada grandeur perdida, por muy altas que sean las alzas que lleve en los zapatos.
Por otro lado, la apuesta de Sarkozy por la OTAN le permitió encabezar la guerra contra Gadafi en Libia, que ha significado la primera contienda ganada por un jefe del Estado francés desde Napoleón. Pero entre una maraña de preocupaciones y un déficit público del 90% del PIB, esa victoria quedó sepultado bajo el alud de magma que bajaba con cada vez mayor espesor por las laderas de la crisis en plena erupción. Podría quedar enterrado el sagrado modelo de bienestar social galo, amén de toda una serie de derechos y privilegios considerados hasta la fecha intocables. Y por si esto fuera poco, todo se produce a sabiendas de que, en última instancia, la canciller Angela Merkel, por muy amiga que sea, no perdona.
Sarkozy se esforzó por provocar un verdadero debate de Estado. De ahí la creación del Ministerio de la Identidad y la Inmigración, cuyo nombre no tiene desperdicio, empezando por esa amenazante conjunción que chirría sobre los goznes de la puerta que da acceso a la gran tradición republicana, que podría cerrarse de golpe en cualquier momento; bien por una ráfaga de viento de levante, bien dando un portazo desde dentro. Pero claro, máxime antes de las elecciones regionales del 2010, el debate sobre la identidad nacional se ideó en un intento de hacer olvidar el palma- rio fracaso de la política de integración en los suburbios largo tiempo abandonados a su suerte.
En noviembre del 2009, el ministro de Inmigración, Eric Besson, invitó a los ciudadanos a librar sus consideraciones sobre lo que para ellos significa ser franceses. Como era de esperar, los resultados fueron reveladores. La web creada especialmente por el ministerio a ese fin recibió 58.000 contribuciones. La obligación de cantar el himno nacional en cada uno de los partidos de primera división (sic) o la de prestar juramento al acceder a la nacionalidad francesa destacaron entre los requisitos formulados. Había quien preconizaba que el hecho de silbar el himno fuera castigado, un problema peliagudo donde los haya. La futbolización de la política gala también se halla en estado avanzado.
Se detectó, asimismo, la zozobra que provoca el uso del burka o un ardiente deseo compartido Los problemas de identidad del país vienen de lejos, así como los linguïsticos. En 1863, el ejército admitió que una cuarta parte de los reclutas sólo hablaba ‘patois’ y en 1880, tan sólo una quinta parte de la población era capaz de hablar francés con soltura por muchos de revalorizar los símbolos de la República. Eso sí, los datos facilitados por Bresson al concluir la encuesta no tomaron en cuenta los comentarios censurados, alrededor del 15%, algunos por ser xenófobos. Total: tres meses de discusión, 350 coloquios en todo el país, más las susodichas contribuciones de internet, no sirvieron para aclarar la pregunta planteada: ¿qué significa ser francés hoy?
Tal vez la respuesta se halle en las regiones. Creadas oficialmente en 1972, las regiones –22 en la metrópoli y 4 en ultramar– estarían justificadas si sintiesen cierta envidia sana de las españolas, pues tienen escasos recursos económicos y competencias. Y eso que en 1982 se aprobó la ley de Descentralización, que les otorgó el rango de colectividades territoriales. Los primeros consejos regionales fueron elegidos por sufragio universal cuatro años después. Hoy en día, la mayoría de los franceses ignora el nombre del presidente de su región y las competencias que esta gestiona. Será porque no disponen de sus propias cadenas de televisión.
En fin, uno empieza a comprender con mayor profundidad la novela ganadora del premio Goncourt del año pasado, El mapa y el territorio (Anagrama), de Michel Houellebecq, en la que antepone la importancia del mapa a la del territorio. Renan decía que la nacionalidad francesa era un plebiscito permanente de cada individuo. El abultado colectivo actual de intelectuales a la desbandada da fe de ello.
Para complicar todo un poco más, la Francia de aspecto tan homogéneo desde fuera reconoce 75 lenguas regionales, que no está nada mal en el país de los 300 quesos. Después del catalán, el vasco, el occitano o el bretón, vienen las numerosas lenguas polinesias, e incluso el árabe y el bereber. Los conflictos lingüísticos tienen el futuro asegurado.
El asunto viene de lejos. El abate Grégoire estableció en 1794 que sólo el 11% de la población era francohablante. En 1863, el ejército admitió que una cuarta parte de los reclutas sólo hablaba patois; en 1880, tan sólo una quinta parte de la población era capaz de hablar francés con soltura.
De modo que el flamante presidente de la República que mañana franquee la puerta del Elíseo –da igual que sea Sarkozy u Hollande–, lo hará sin saber bien bien qué es Francia y mucho menos qué es la identidad francesa.
En el 2005, durante la ceremonia de entrega del premio de Catalunya, el sabio Claude LeviStrauss pronunció un discurso en el que advertía: “Yo viví una época en la que la identidad nacional era el único principio concebible en las relaciones entre los estados. Todos conocemos los desastres a los que dio lugar”.
Que tenga De Gaulle la última palabra y en francés: “Mon seul adversaire, celui de la France, n’a jamais cessé d’être l’argent”.