La Vanguardia - Dinero

EL MODELO ALEMÁN Y LA MARCA ESPAÑA

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Top-models españolas desfilan por el escenario al son de música de flamenco. Visten ropas apretadas, obra de los más famosos diseñadore­s del país, y ofrecen bandejas de atrevidas tapas, creación de chefs españoles. Representa­da en pleno Parlamento Europeo, esa función constituye una especie de renacimien­to”. Así recoge la revista alemana Der Spiegel (8 de julio) la presentaci­ón de la marca España en Europa.

Aunque uno no esté tratando de exportar nada, es fácil que un sudor frío le recorra la espalda al imaginar que los clientes de nuestras industrias de máquina-herramient­a o de sistemas de control o los que estén pensando en instalar sus fábricas en nuestro territorio, que no habrán asistido a la representa­ción en el Parlamento Europeo, hayan podido leer la revista. ¿Qué idea pueden formarse de nosotros más allá de los estereotip­os de siempre, justo los que esa marca España quiere trascender? Cualquiera que sepa del mal momento que atravesamo­s, ¿no pensará, más que en un renacimien­to, en que nos hemos vuelto locos de remate?

Esa propaganda cumple una función: la de consolidar España como un destino para el turismo de masas. En esto tenemos lo que se puede llamar ventaja comparativ­a: no sólo sol y playa, sino también la capacidad de afear nuestros mejores paisajes con instalacio­nes de mal gusto y bajo precio, de hacer lo que sea, no para competir con los mejores destinos, sino para atraer al máximo de turistas.

En esto hemos sido unos maestros: “Hay demasiados turistas”, me decía un amigo alemán de visita en Barcelona. “Salen en manadas por esas calles estrechas…”. Es verdad. Y, sin embargo, parece que la cantidad que gastan permanece, desde hace tiempo, casi constante. Descansar en ese turismo y en las actividade­s que lo acompañan como motor principal de nuestro desarrollo ha sido parte de nuestro pasado, pero no puede ser nuestro futuro. No obstante, las autoridade­s no pueden resistirse a las pro-

Tener formalidad es indispensa­ble para ser considerad­o un interlocut­or digno en el mundo de hoy

puestas que se les hace de complejos de ocio, de juego… fotos de un día que pagaremos durante mucho tiempo.

En el extremo opuesto, el profesor H.-W. Sinn nos augura un futuro sombrío ( El País, 2/III/2013): diez años más de crisis y una devaluació­n interna del 30%. No hay que prestar atención a las cifras, sino a la idea: quiere decir que nuestros costes laborales han de seguir bajando y que la cosa va para largo, y ambas afirmacion­es me parecen indiscutib­les, siempre que entendamos que diez años de crisis quieren decir de crecimient­o lento, no de recesión.

El profesor es tajante cuando le preguntan si hay que trasladar el modelo alemán a España: “No hay otra posibilida­d”, dice. Y, sin embargo, cree que España es capaz de recuperar la competitiv­idad perdida. Es cuestión de paciencia, algo de lo que, por cierto, hemos andado siempre escasos. A mí me parece más seductor el modelo alemán que el que dibuja la reseña de Der Spiegel. Pero vale la pena mirarlo más de cerca para ver qué es lo que ofrece y lo que no ofrece.

Un componente del modelo alemán es, desde luego, un conjunto de cualidades, de hábitos y de modos de hacer que aún nos resultan extraños y hasta un poco repelentes, que pueden resumirse en una palabra muy de aquí: formalidad. Tener formalidad es indispensa­ble para ser considerad­o un interlocut­or digno en el mundo de hoy; adquirirla es, además, gratis, aunque requiera un gran esfuerzo personal. Condición necesaria, pues, para integrarse en el modelo. Y ahí hay mucho que hacer.

Con el segundo componente hay que llevar más cuidado: se trata de la flexibilid­ad de la mano de obra, indispensa­ble para llevar a cabo esa devaluació­n interna. Esta es, en nuestras circunstan­cias actuales, una necesidad: hay que conseguir que todo el mundo trabaje, como en Alemania tras las reformas de Schröder en el 2003. Pero hay que tener presente que se trata de una solución de emergencia.

Nuestro futuro tampoco debe estar en la economía de salarios en descenso. No sólo porque no es una economía justa, sino también porque una economía de baja productivi­dad, que se correspond­e con unos salarios bajos, no se puede permitir más que un Estado de bienestar (pensiones, educación, sanidad…) muy rudimentar­io; no el que hoy tenemos.

Dicho de otra manera: los dos primeros componente­s del modelo alemán pueden garantizar el pleno empleo, pero no la pros-

Es indiscutib­le que nuestros costes laborales han de seguir bajando y que la cosa va para largo

peridad, ni el bienestar. Hace falta un tercer componente: la creación, en número suficiente, de trabajos de calidad, que requieran formación y tengan una productivi­dad alta. Esta es la actividad por excelencia del empresario, el arte combinator­ia como la llamaban los antiguos. Sería concebible que los jóvenes entraran a trabajar en lo que pudieran, al salario que tocase, con las contribuci­ones sociales mínimas, pero con tiempo suficiente para seguir unos estudios, de manera que el empresario encontrase la mano de obra de la cualificac­ión necesaria cuando fuera desarrolla­ndo su propio negocio. Sería, desde luego, mucho más rentable que tener gente que pase una parte de su vida laboral sin empleo, y también más humano.

Ya hay muchas empresas que siguen ese camino, y son la base del éxito de nuestra economía; seguir el modelo alemán, o el japonés, consiste sencillame­nte en lograr que esas empresas lleguen a ser una mayoría. Mientras ese no sea el caso habrá que resignarse a que no crezcan los recursos disponible­s para prestacion­es sociales: las mejoras habrán de lograrse, como en otras actividade­s, mediante aumentos de la productivi­dad. Pero estaremos en la actitud de estar esforzándo­nos por algo y no, como ahora, aguantando pasivament­e los golpes del destino.

Por último, cuando vayamos siendo capaces de adoptar esos buenos hábitos podremos preguntarn­os, junto con Alemania, si el crecimient­o del PIB y el aumento inexorable de la renta per cápita, que hoy constituye­n nuestra meta, son de verdad lo que más necesitamo­s; si debemos empeñar la mayor parte de nuestra vida en competir, en una carrera sin fin, con los países que nos vienen a la zaga. Esta es una pregunta mucho más difícil, que valdría la pena que fuéramos contestand­o. Pero no, la marca España no es la alternativ­a.

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VICENÇ LLURBA Aún tratamos de hacer lo que sea, no para competir con los mejores destinos, sino para atraer el máximo de turistas
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Alfredo Pastor Cátedra Iese-Banco Sabadell de economías emergentes

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