Viaje con retorno
Yo diría que hay una circunstancia vital indeleble en la memoria de Javier Úbeda que, sin embargo, no parece haberle marcado de manera trágica como hubiera sido lógico: con 14 años estuvo clínicamente muerto y, como relatan un elevado porcentaje de personas que sufrieron experiencias cercanas a la muerte, también transitó por el famoso túnel con una luz al fondo antes de regresar a la vida, y hay otra situación determinista que puede explicar su decantación por el ámbito artístico y es que con 12 años obtuvo un primer premio en un certamen plástico de Granollers en 1974.
Estimo, por otra parte, que la geometría como referente esencial de la vida quizá le haya impulsado a plantearse transitar por el constructivismo como proyección armónica al que le preocupa la problemática abstracta del espacio, ese lugar laberíntico por el que transcurre la representación y el discurso, concatenados ambos para dar a luz formas primigenias en las que el artista certifica su alfabeto a caballo entre la bidimensionalidad y la tridimensionalidad y también la dualidad materiaforma en las que sustancia su verbo plástico.
Los sociólogos estudian los comportamientos humanos según tengan preeminencia los estatus adscritos con los que nacemos (la familia, las condiciones económicas, etcétera) o los adquiridos (que son los que vamos incorporando en el transcurso de la vida). Y yo pienso que en el caso de Javier Úbeda (Almería, 1962) se produce una armoniosa fusión entre ambos, quizá porque se reconoce en el entorno vital y, asimismo, porque ha conseguido mantener la felicidad en sus negocios de restauración en los que va dejando diseños que le siguen vinculando con su faceta creativa.
En el ámbito de la simbología, las figuras geométricas tienen una valoración filosófica incuestionable, con el círculo como representación de lo perfecto. Úbeda utiliza bastantes cuadrados y rectángulos en sus composiciones. Los primeros representan la ordenación y la construcción, mientras que los segundos son los más racionales de todos los espacios propios para la vida, como la casa, la mesa, la habitación o el lecho que pueblan de rectángulos el ambiente humano. En estas obras coexisten junto a las acromías del blanco y el negro que son opuestos y al mismo tiempo complementarios porque sin luz no hay sombra y sin mal no se aprecia la dicotomía del bien.