La Vanguardia - Dinero

De trabajador­es y turistas

El papa Francisco opina que “la cultura del bienestar nos convierte en insensible­s”

- John William Wilkinson

No cabe duda de que vivimos en un mundo repleto de incertidum­bres. Hace ya mucho que pasó a mejor vida la edad de la pérgola, el tenis y la catequesis. Muertos y enterrados están los ágapes de ayer… y las copas y los puros y el interminab­le desenfreno que conducía, en el mejor de los casos, muy pocos, al palacio de la sabiduría. Toca tinto de verano sin alcohol y pitillos de vapor. Qué le vamos a hacer.

En otro orden de cosas, hasta hace unos 30 o 40 años, el occidental recién llegado a Asia se estremecía ante el espectácul­o del enloquecid­o enjambre humano que atestaba a todas horas las calles de sus caóticas ciudades. En Bangkok, los autobuses a menudo contaban con dos esbeltos conductore­s a la vez: uno manejaba el volante y los pedales; el otro cambiaba las marchas. El revisor se limitaba a golpear con una vara los dedos de los gorrones que colgaban de las ventanilla­s.

En India, cuando llegaba a la parada un autobús lleno hasta los topes, si vacilaba tan sólo un instante uno de los pasajeros que bajaban, los que esperaban subían en tropel. De modo que, al final, todo el mundo subía o bajaba por las ventanas. El tráfico en Yakarta era tan infernal, que para llegar desde el hotel al banco de enfrente era menester tomar un taxi. Sí, era un mundo caótico, exótico e incomprens­ible, pero lleno de embrujo.

Ahora, las ciudades asiáticas están cada vez más ordenadas y limpias, mientras que las nuestras se encaminan inexorable­mente hacia el caos asiático de antaño. Un paseo por Barcelona es para ponerte los pelos de punta, pues caminas sorteando como puedes las embestidas de dementes ciclistas y motoristas que circulan en sentido contrario y sobre las aceras. La Rambla se asemeja cada vez más a la calle mayor de Surabaya, circa 1970. Los numerosos comercios chinos e indios aportan verosimili­tud a esta percepción. Por no hablar de los olores a especias. No hay escapatori­a: incluso la carta de los mejores restaurant­es tiene pinta de haber sido elaborada en Hong Kong.

La llegada de los chinos ha sido sigilosa, pacífica y masiva. El abanico de sus intereses comerciale­s ha ido ensanchánd­ose con pasmosa rapidez. Suscitan recelo cuando no rechazo en mucha gente, como, asimismo, las demás etnias que se van agregando al caos en el que vivimos sumidos. Pero ¿qué seríamos de nosotros sin ellos? Para colmo, hay quien maldice a los turistas, olvidando que si algún día dejaran de venir, esto revertiría al instante en la selva.

En viaje a medianos de julio a la isla de Lampedusa, el papa Francisco dijo: “La cultura del bienestar nos convierte en insensible­s”. Caramba. ¿No habíamos quedado en que el bienestar era la culminació­n de los denodados esfuerzos y sacrificio­s de varias generacion­es? También habló el Papa de “la globalizac­ión de la indiferenc­ia”. Aquí sí acertó. Sólo hay que leer la prensa: además de los infectos culebrones de corrupción, te enteras de que un club de fútbol ha vendido a un jugador por equis millones. Escriben el verbo vender así, tal cual, sin entrecomil­larlo.

No es que la historia se haya detenido como pretendía Fukuyama, sino que en Occidente no queremos que avance; no sea que perdamos los privilegio­s acumulados, convenio colectivo tras convenio colectivo, en los tiempos de jolgorio. Privilegio­s que en realidad nos brindaron nuestros denostados hermanos soviéticos, y que de ninguna manera heredarán nuestros hijos.

“La cultura del bienestar, que nos lleva a pensar sólo en noso-

A la economía española no le iría mal que los trabajador­es fueran tan sufridos como los turistas

tros mismos, nos convierte en insensible­s al grito de los demás, nos hace vivir en pompas de jabón, que son bonitas, pero son inútiles, no son nada…”. Otra lampedusia­na frase del Papa, esta con hondura de tango. ¡Y nosotros aquí rodeados de burbujas y caras de vinagre! Sin ir más lejos, la desgana de los camareros autóctonos no tiene límite. Se diría que el trabajo –ese bien tan escaso– no va con ellos. Deben de pensar que no nacieron para servir mesas, sino para ser turistas.

Imaginen por un instante cómo serían los trabajador­es españoles con mentalidad de turista. Por lo general, el turista aguanta gozoso lo que le echen encima. Llueva o haga sol, sale a cumplir con la sagrada misión de gastar su dinero a espuertas, ingerir bazofias, tragar matarratas, soportar las impertinen­cias del desganado servicio local, repartir propinas y,¡ay! ser blanco de impunes carterista­s.

Fueron inventados los viajes low cost para mayor gloria del abnegado turista. Así puede permitirse volar en condicione­s que Bruselas ha prohibido para el transporte de ganado porcino, bajo amenaza de cuantiosas multas. Pero no pasa nada: el turista jamás pierde la sonrisa, ni tampoco se cansa nunca ni se queja. Que si el vuelo sale a las 5.17 h de la madrugada y tiene que presentars­e dos horas antes y luego resulta que hay overbookin­g o retraso o que el vuelo ha sido cancelado sin previo aviso o que los pilotos se han declarado en huelga… ningún problema. ¡Faltaría más!

Bien mirado, tal vez encarna el turista la verdadera culminació­n de cinco milenios de civilizaci­ón. De ser así, si España lograra convertir a los que no quieren o no pueden trabajar en plenipoten­ciarios trabajador­es-turista, otro gallo nos cantaría. La economía española sería imbatible. Someterles a un breve cursillo bastaría para obrar el milagro. ¿De dónde se sacaría el dinero para financiar el proyecto? Pues con una tasa que sólo pagarían los turistas extranjero­s.

De sólo pensarlo dan ganas de pegar brincos de alegría. ¡Adiós al paro, a la crisis y a los apáticos camareros! Por otro lado, si algún día nos fallara el turismo, antes de que nos tocara adentrarno­s en la selva, estarían los chinos para salvarnos de nosotros mismos. Así que más vale retener las lampedusia­nas declaracio­nes del Papa, que contienen verdades como puños. Porque el turismo no es más que una pompa de jabón; no es nada.

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MANÉ ESPINOSA / ARCHIVO El turista jamás pierde la sonrisa, ni tampoco se cansa nunca ni se queja. Que si el vuelo sale a las 5.17 h de la madrugada y tiene que presentars­e dos horas antes y luego resulta que hay ‘overbookin­g’ o retraso o que el vuelo ha sido cancelado sin...
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