De trabajadores y turistas
El papa Francisco opina que “la cultura del bienestar nos convierte en insensibles”
No cabe duda de que vivimos en un mundo repleto de incertidumbres. Hace ya mucho que pasó a mejor vida la edad de la pérgola, el tenis y la catequesis. Muertos y enterrados están los ágapes de ayer… y las copas y los puros y el interminable desenfreno que conducía, en el mejor de los casos, muy pocos, al palacio de la sabiduría. Toca tinto de verano sin alcohol y pitillos de vapor. Qué le vamos a hacer.
En otro orden de cosas, hasta hace unos 30 o 40 años, el occidental recién llegado a Asia se estremecía ante el espectáculo del enloquecido enjambre humano que atestaba a todas horas las calles de sus caóticas ciudades. En Bangkok, los autobuses a menudo contaban con dos esbeltos conductores a la vez: uno manejaba el volante y los pedales; el otro cambiaba las marchas. El revisor se limitaba a golpear con una vara los dedos de los gorrones que colgaban de las ventanillas.
En India, cuando llegaba a la parada un autobús lleno hasta los topes, si vacilaba tan sólo un instante uno de los pasajeros que bajaban, los que esperaban subían en tropel. De modo que, al final, todo el mundo subía o bajaba por las ventanas. El tráfico en Yakarta era tan infernal, que para llegar desde el hotel al banco de enfrente era menester tomar un taxi. Sí, era un mundo caótico, exótico e incomprensible, pero lleno de embrujo.
Ahora, las ciudades asiáticas están cada vez más ordenadas y limpias, mientras que las nuestras se encaminan inexorablemente hacia el caos asiático de antaño. Un paseo por Barcelona es para ponerte los pelos de punta, pues caminas sorteando como puedes las embestidas de dementes ciclistas y motoristas que circulan en sentido contrario y sobre las aceras. La Rambla se asemeja cada vez más a la calle mayor de Surabaya, circa 1970. Los numerosos comercios chinos e indios aportan verosimilitud a esta percepción. Por no hablar de los olores a especias. No hay escapatoria: incluso la carta de los mejores restaurantes tiene pinta de haber sido elaborada en Hong Kong.
La llegada de los chinos ha sido sigilosa, pacífica y masiva. El abanico de sus intereses comerciales ha ido ensanchándose con pasmosa rapidez. Suscitan recelo cuando no rechazo en mucha gente, como, asimismo, las demás etnias que se van agregando al caos en el que vivimos sumidos. Pero ¿qué seríamos de nosotros sin ellos? Para colmo, hay quien maldice a los turistas, olvidando que si algún día dejaran de venir, esto revertiría al instante en la selva.
En viaje a medianos de julio a la isla de Lampedusa, el papa Francisco dijo: “La cultura del bienestar nos convierte en insensibles”. Caramba. ¿No habíamos quedado en que el bienestar era la culminación de los denodados esfuerzos y sacrificios de varias generaciones? También habló el Papa de “la globalización de la indiferencia”. Aquí sí acertó. Sólo hay que leer la prensa: además de los infectos culebrones de corrupción, te enteras de que un club de fútbol ha vendido a un jugador por equis millones. Escriben el verbo vender así, tal cual, sin entrecomillarlo.
No es que la historia se haya detenido como pretendía Fukuyama, sino que en Occidente no queremos que avance; no sea que perdamos los privilegios acumulados, convenio colectivo tras convenio colectivo, en los tiempos de jolgorio. Privilegios que en realidad nos brindaron nuestros denostados hermanos soviéticos, y que de ninguna manera heredarán nuestros hijos.
“La cultura del bienestar, que nos lleva a pensar sólo en noso-
A la economía española no le iría mal que los trabajadores fueran tan sufridos como los turistas
tros mismos, nos convierte en insensibles al grito de los demás, nos hace vivir en pompas de jabón, que son bonitas, pero son inútiles, no son nada…”. Otra lampedusiana frase del Papa, esta con hondura de tango. ¡Y nosotros aquí rodeados de burbujas y caras de vinagre! Sin ir más lejos, la desgana de los camareros autóctonos no tiene límite. Se diría que el trabajo –ese bien tan escaso– no va con ellos. Deben de pensar que no nacieron para servir mesas, sino para ser turistas.
Imaginen por un instante cómo serían los trabajadores españoles con mentalidad de turista. Por lo general, el turista aguanta gozoso lo que le echen encima. Llueva o haga sol, sale a cumplir con la sagrada misión de gastar su dinero a espuertas, ingerir bazofias, tragar matarratas, soportar las impertinencias del desganado servicio local, repartir propinas y,¡ay! ser blanco de impunes carteristas.
Fueron inventados los viajes low cost para mayor gloria del abnegado turista. Así puede permitirse volar en condiciones que Bruselas ha prohibido para el transporte de ganado porcino, bajo amenaza de cuantiosas multas. Pero no pasa nada: el turista jamás pierde la sonrisa, ni tampoco se cansa nunca ni se queja. Que si el vuelo sale a las 5.17 h de la madrugada y tiene que presentarse dos horas antes y luego resulta que hay overbooking o retraso o que el vuelo ha sido cancelado sin previo aviso o que los pilotos se han declarado en huelga… ningún problema. ¡Faltaría más!
Bien mirado, tal vez encarna el turista la verdadera culminación de cinco milenios de civilización. De ser así, si España lograra convertir a los que no quieren o no pueden trabajar en plenipotenciarios trabajadores-turista, otro gallo nos cantaría. La economía española sería imbatible. Someterles a un breve cursillo bastaría para obrar el milagro. ¿De dónde se sacaría el dinero para financiar el proyecto? Pues con una tasa que sólo pagarían los turistas extranjeros.
De sólo pensarlo dan ganas de pegar brincos de alegría. ¡Adiós al paro, a la crisis y a los apáticos camareros! Por otro lado, si algún día nos fallara el turismo, antes de que nos tocara adentrarnos en la selva, estarían los chinos para salvarnos de nosotros mismos. Así que más vale retener las lampedusianas declaraciones del Papa, que contienen verdades como puños. Porque el turismo no es más que una pompa de jabón; no es nada.