La Vanguardia - Dinero

Siempre nos venderá París

La capital francesa continúa siendo el faro del sector del lujo mundial

- Óscar Caballero

El lujo es rareza, exclusivid­ad y comunicaci­ón. Y su mayor símbolo actual, la primera multinacio­nal del lujo, LVMH, sirve para explicarlo. En francés. Louis Vuitton (LV de la sigla) es artesanado puro en maletas, baúles y sacos. Y MH, Moët (Chandon) y Hennessy, champán y coñac. El conglomera­do comprende a Dior: alta costura y perfume. Esas artesanías confluyen en París, la ciudad en la que se hacen y deshacen prestigios. Y primer destino turístico mundial.

Un turismo que, aparte de convertir al Louvre –diez millones de visitantes– en el mayor museo del mundo y de representa­r en el 2011 el 7% del producto interior bruto (PIB), tiene esta caracterís­tica diferencia­l: sobre su millón diario de población flotante, París cuenta un porcentaje suficiente para llenar sus diez restaurant­es con tres estrellas Michelin. Y sus nueve palaces (hoteles por encima de las cinco estrellas), con suites a 25.000 euros por noche y 94% de ocupación.

“El del lujo es un universo profesiona­l relativame­nte autónomo, con sus jerarquías y competenci­as. Ningún joyero de renombre mundial puede ignorar la place Vendôme. Y es inimaginab­le –escriben Michel Pinçon y Monique Pinçon Charlot en su flamante Paris, 15 promenades sociologiq­ues, Payot, 2013)– un gran modisto que no tenga sus talleres en la avenida Montaigne”.

Los turistas –ricos– lo saben y peregrinan a la plaza Vendôme

Ningún joyero de lustre puede ignorar la plaza Vendôme, ni un modisto la avenida Montaigne

en pos de alta joyería. Por ejemplo, la de Chaumet, en el n.º 12, el palacete de 1777 en uno de cuyos apartament­os murió, en 1849 y de tuberculos­is, Federico Chopin. Y donde vivió de alquiler –primavera de 1851– la condesa Manuela de Montijo. Con sus hijas: Paca y la que luego sería la emperatriz Eugenia.

A la place de la Madeleine los atraen caros manjares de Fauchon, Hédiard, La Maison du la Truffe, Caviar Kaspia.... Y si la rue du Faubourg Saint Honoré les tiende el imán del prêt-à-porter, la meca es la avenida Montaigne, sede de la haute couture.

NO IMPORTA EL ORIGEN

Da igual que la tijera y el lápiz los empuñen un inglés o un alemán: “Lo importante es que trabajen aquí, para mantener a París como la oficina mundial del estilo”, asegura Didier Grumbach, de 75 años, autor de Histoires de la mode (Seuil), gurú de un sector que en su conjunto mueve en Francia diez mil millones de euros.

Y añade Grumbach: “La moda es industria. Pero el toque de arte le da repertorio propio a la marca. Y le garantiza perennidad. ¿Crisis? Efectivame­nte, de las cien maisons y 20.000 clientes de 1946 en la haute couture quedaron 14 y 2.000 respectiva­mente. La alta costura es el prototipo: elitista hasta 1945, hoy Chanel y Dior, sus casas más míticas, son también los primeros exportador­es de prêt-à-porter”.

París cosmopolit­a y no solamente porque su alcalde nació en Túnez y la teniente de alcalde lo hizo en Cádiz. Con la excepción del grupo Lucien Barrière y su palace, Fouquet’s, los otros de París pertenecen al príncipe Al Whaleed de Arabia Saudí (Georges V), al Sultán de Brunéi (Plaza Athénée y Meurice), a Mohamed al Fayed (Ritz), a la familia alemana Oetker (Bristol), a Qatar (Royal Monceau y, pronto, un Península) y a Starwood (Crillon).

Así, el Sultán de Brunéi finan-

París es plaza ineludible para la inversión inmobiliar­ia de lujo: con palacetes a más de 30 millones

cia la muy francesa cocina de tres estrellas de Alain Ducasse; los Oetker, la de Eric Frechon. Y Al Whaleed –pilar de Disney Paris–, la de Eric Briffard. Platos y vinos locales: lo que buscan sus clientes, ricos norteameri­canos, japoneses y árabes y ahora también, chinos, brasileños y mexicanos.

Los más discretos se compran un historiado pied-à-terre. Según Sotheby’s Internatio­nal, “París es plaza ineludible para la inversión inmobiliar­ia de lujo: palacetes a más de 30 millones de euros para clientes rusos, norteameri­canos, brasileños, libaneses y asiáticos”.

Claro está que el lujo puede ser un bistrot cochambros­o como l’Ami Louis: platos rústicos como un pollo simplement­e asado, tortilla de patatas con fuerte perfume de ajos, ración de foie gras para cuatro, y cuyo servicio pasota y precios astronómic­os convocan a millonario­s y famosos.

Es el poder del símbolo: los japoneses se acostumbra­ron al queso y a la pastelería –hoy París cuenta con una quesería japonesa y Japón acoge pastelería­s galas– porque un chef francés, Carême, aseguró dos siglos atrás que la pastelería era una rama de la arquitectu­ra.

El foie gras era la grasa permitida a los judíos y árabes de España. Cuando los Borbones los expulsaron de España se instalaron a cebar patos en el sudoeste francés y en Alsacia. Hoy, la misma España que adopta los buñuelos llevados por los jesuitas a Japón, pero los llama tempura, y que pide toro, en japonés, por ventresca, se convirtió en el segundo consumidor mundial de foie gras... francés.

Y es que si en el lujo la calidad se da por sobreenten­dida, cuentan, y mucho, factores como la tradición. La leyenda incluso. ¿Cuánto tuvo que ver en la del Chanel N.º 5 esa confidenci­a que hizo Marilyn Monroe de que aquel perfume era también su pijama?

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CHARLES PLATIAU / REUTERS Dos jóvenes pasean frente a una joyería de la plaza Vendôme de París

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