De aquí a 100 años, todos chinos
Las mercancías e intereses del gigante asiático se extienden rápidamente por todo el mundo
El mes de abril de 1995, se celebró en Altea, Alicante, un festival de poesía. Acudieron a la cita poetas de varios países europeos –algunos de Europa del Este– y dos poetas chinos. Bei Dao, el mayor de los dos, nació en 1949 en Pekín, tan sólo dos meses antes de que lo hiciera la República Popular China. Debido a sus actividades consideradas por el régimen subversivas, ya vivía exiliado en Occidente cuando se produjo en 1989 la masacre de la plaza de Tiananmen. Su compatriota, Dou Dou, sí estuvo en la plaza y presenció el horror antes de abandonar el país en el último avión. Ambos se comunicaron con los otros poetas en un precario inglés.
El último día del festival, el anfitrión belga, Germain Droogenbroodt, poeta y residente en Altea, invitó a todos los poetas a degustar una paella en su casa rodeada de nísperos en lo alto de una colina con vistas al mar. A la hora de los postres, de pronto se levantó de la mesa Dou Dou y, sin previo aviso, cantó, con gran sentimiento y una más que aceptable voz de tenor, el aria de El barbero de Sevilla, de Rossini. Hubo entusiastas aplausos pero también caras de perplejidad. A continuación, el poeta chino se arrancó por Puccini, Verdi e incluso Mozart, antes de pasar a Sinatra.
Pero aún faltaba el plato fuerte. A Dou se le juntaron Bei Dao y una traductora china que había venido desde Nueva York para el festival. Los tres invitados chinos entonaron al unísono una canción campesina china de más de 3.000 años de antigüedad. Fue una experiencia inolvidable para todos los allí reunidos alrededor de la mesa.
¡Qué poca cosa parecían los poetas europeos en comparación con estos chinos! Y cuán ignorantes de su cultura en comparación con los impresionantes conocimientos de los chinos respecto de Occidente.
Ha pasado mucha agua bajo el puente desde esa primavera de 1995. China es ahora la segunda potencia mundial y va camino de convertirse en la primera. Tan sólo una veintena de años ha bastado para que los chinos y sus mercancías e intereses se extendiesen por el mundo entero. Y, sin embargo, poco o nada han avanzado nuestros conocimientos del gigante asiático.
Nos hemos limitado a manosear estereotipos. Ni todos los chinos son bajitos –los jóvenes son ya bastante altos– ni tampoco todos se parecen. El quimérico peligro amarillo se inventó antes de que se despertara la economía china. En la década de los sesenta del último siglo se llegó a creer que si todos los chinos se pusieran de acuerdo y, subidos todos en una silla –cada uno el la suya–, saltasen en el mismo instante, provocarían un seísmo colosal.
Por mucho que el occidental quiera mirar a los chinos por encima del hombro, en el fondo le roe la duda de si no será la suya la civilización superior. Desde al menos los viajes de Marco Polo, los chinos son percibidos como seres exóticos, misteriosos y tan herméticos como su lengua y su escritura. Enigmáticos personajes chinos pueblan incontables novelas y películas, muchos de ellos malvados e intrigantes criminales. Thomas de Quincey o Jack London llevaron a extremos enfermizos su sinofobia. Fu Manchú estaba a la altura de sus mayores temores. Conan Doyle, gran creador de ambientes, nunca pasaba por alto la oportunidad de meter a Holmes o a Watson en un tenebroso fumadero de opio chino.
Por otro lado, está la China de Confucio y unos rituales cuyo significado se nos escapa. El detective Charlie Chan no para de soltar, con falso acento chino, enig-
Los ciudadanos chinos reúnen muchas de las virtudes perdidas por los occidentales en las últimas décadas
máticas frases de aparente profundidad tipo “La sospecha a menudo el padre de la verdad”. Pero además de chistosas son poco convincentes.
Los chinos empezaron a llegar a California en masa allá por 1849, en la estela de la quimera de oro. Al principio, no eran más que culíes, pero pronto pasaron a dedicarse a trabajos de lavandería, y poco a poco fueron construyendo el Chinatown de San Francisco y otras ciudades.
Luego vendrían los restaurantes y las galletas de la suerte con sus charliechanescos mensajes o la sabiduría repartida entre vaqueros de pocas luces por el monje shaolín de la serie Kung-fu. En la película Gremlins (1984), es un anciano chino quien entrega al padre el simpático bicho acompañado de unas reglas que no debe en ningún caso quebrantar. Pero claro, la veleidad de los occidentales suele acabar en tragedia. Al final, le toca al viejo sabio chino deshacer el entuerto.
Quizá alguno de ustedes guarda desde los años sesenta un amarillento ejemplar de Le petit Livre rouge de citas del presidente Mao Tse-Tung. Librito que causó tanto furor entre la intelectualidad parisina que produjo en sus mentes el efecto que ahora efectúa la tecla borrar.
Mao fue elevado, de mano de Andy Warhol, a la categoría de icono sobre el altar universal del posmodernismo, junto a Mari- lyn, Elvis y Elizabeth Taylor. Kissinger y Nixon hicieron el resto. Bueno, tampoco hay que olvidarse de la Gran Muralla, esa valla de casi 9.000 kilómetros de longitud construida para mantener a los vecinos mongoles fuera de los arrozales del Celeste Imperio, pero que, como suele pasar cuando triunfa la sinrazón, acabó produciendo el efecto contrario. Otra lección china.
A los occidentales les encanta meterse con la falta de libertades y democracia en China. Pero antes de tirar la primera piedra harían bien en hacer un poco de memoria. ¿Cómo vivíamos nosotros hace tan sólo 40 o 50 años? Además, sin pretender incurrir en más estereotipos, los chinos reúnen muchas de las virtudes que nosotros hemos perdido. Comparen si no el funcionamiento de un comercio chino con el del autóctono de al lado.
En un poema de 1967, José Bergamín profetizó: “De aquí a cien años todos calvos / solían decir los padres capuchinos. / Ahora, cuando se quitan la capucha, / dicen, de aquí a cien años todos chinos”. ¡Sólo faltan 54 años!