Malta bien vale una misa
El sector bancario representa unas ocho veces el PIB del país
Gibraltar, Malta, Chipre…, pasaderas británicas colocadas en el Mediterráneo camino de Oriente vía Suez. ¡Qué gran invento! Dejando aparte el caso de Gibraltar, puesto que este verano ya bastante se ha dicho, pese a ser Chipre independiente desde 1960 y Malta cuatro años después, estas dos islas que se adhirieron a la Unión Europea en el 2004, conservan, con cierto orgullo, un considerable legado británico.
En la década de 1960, cuando los prohibitivos impuestos en el Reino Unido provocaron un auténtico éxodo de adinerados patriotas hacía los paraísos fiscales insulares de la Commonwealth, estos tres puestos de avanzada, que aún permanecían dentro de la zona de la libra esterlina, se volvieron de pronto particularmente atractivos.
El novelista Anthony Burgess, un católico de Manchester, es decir, fetén, llegó a Malta en 1968. Aún faltaban tres años para el estreno de La naranja mecánica, la versión cinematográfica que haría Stanley Kubrick de la novela que Burgess publicó en 1960, que le daría fama y fortuna.
Con todo, Burgess, en 1968, ya era un prestigioso escritor que no tenía intensión alguna de pagar los impuestos que le exigía el Gobierno de Harold Wilson. Así que optó por aceptar la tentadora oferta de Malta, que le cobraría tan sólo seis peniques la libra.
Burgess se compró una casa en la isla –una inversión que resultó ser desastrosa– y un buen día recibió una misiva del primer ministro maltés informándole de que su solicitud de residencia había sido rechazada. Por tanto, seguiría pagando sus impuestos en Gran Bretaña. Para mayor inri, descubrió que el catolicismo tal como se practica en Malta era incluso más fetén que el suyo, y el hecho de que él, un hombre divorciado, vivía en pecado con otra mujer y su hijo, fue motivo de gran escándalo.
Por otra parte, Burgess descubrió incrédulo que en la misa vernácula Dios en maltés –lengua semítica con escritura latina– es Alla (se pronuncia alá), y la cuaresma, cómo no, Ramadán. Aunque parezca mentira, es rigurosamente cierto. El credo comienza así: “Jiena nemmen f’Alla wiehed…”.
UNA PAÍS DE POLÍGLOTAS
Con una población que apenas sobrepasa los 450.000, las lenguas oficiales son el maltés (que también lo es de la Unión Europea) y el inglés. Lejos de rechazar la lengua del antiguo invasor, muchos malteses la bordan. En esto se parecen a ciertos hindúes u hongkoneses, que lo hablan mejor que los propios ingleses. Hay dos diarios en este idioma que dan gusto de leer. Los cursos de inglés para extranjeros son un lucrativo negocio.
Ondea en la azotea de un hermoso edificio en el centro de La Valeta, la capital de Malta, una enorme bandera roja, que cuesta ver desde la calle, pero no así desde el puerto. Se trata del Centro Cultural de China, que ofrece cursos de chino para malteses e hijos de familias chinas asentadas en Malta, amén de una gran variedad de actividades culturales y culinarias. El centro también organiza viajes a China para docenas de malteses. Sin hacer el menor aspavien-
El primer ministro está dispuesto a repetir las veces que haga falta que Malta no es Chipre
to, los lazos se van estrechando.
Muchos malteses son verdaderos políglotas capaces de defenderse también en árabe, italiano y francés –y pronto en chino–. Sus problemas no son de índole lingüística ni, a primera vista, económica. El desempleo roza el 6,4%, la mitad de la media de la eurozona. La deuda es del 77% del PIB, pero dista del 86% de España, y, al parecer, el déficit está controlado.
Si hace un año el Gobierno español repetía machaconamente que nada tenía que ver su economía con la griega, ahora es Malta quien afirma no parecerse en nada a Chipre. El primer ministro laborista, Joseph Muscat, está dispuesto a repetir este mensaje las veces que haga falta para no ahuyentar a los inversores. Porque en lo que sí se asemeja Malta a Chipre es en que el sector de la banca representa unas ocho veces el PIB y, si por la razón que fuera decidieran los inversores reubicar sus depósitos, podría pasar cualquier cosa.
Al igual que en otras islas mediterráneas, el goteo constante de inmigrantes ilegales procedentes del norte de África es un problema difícil de calibrar, máxime después de la visita a principio de verano del Papa a Lampedusa. Mas se diría que nunca penetraron en la católi- ca Malta las palabras del Pontífice.
El 7 de agosto, el señor Muscat, contraviniendo el criterio de la Unión Europea, negó el acceso a sus aguas a los 102 inmigrantes africanos que habían sido recogidos por el petrolero MV Salamis. Al final, llegó la orden de Roma
Si los inversores decidieran reubicar sus depósitos, la economía de Malta quedaría gravemente afectada
que les permitiera desembarcar en Siracusa, Sicilia. El lamentable incidente fue interpretado por Muscat como una gran victoria nacional y personal. Populismo en estado puro. Porque si hay algo que temen los malteses es a los klandestini (inmigrantes ilegales).
En verdad, hay muchos menos de los que dicen que hay. Y si se tiene en cuenta que a Malta le viene de perlas los conflictos árabes (por el turismo desviado) y las ayudas de Bruselas, dar cobijo a unos cuantos desesperados africanos debería ser la menor de sus preocupaciones. El verdadero problema del que tendría que ocuparse el Gobierno es el de la endémica falta de agua, tanto en Malta como en Gozo, la otra isla principal. Casi la mitad del agua potable procede de las costosas plantas de desalinización. Se ha calculado que en el caso de que se produjera una catástrofe tipo vertido masivo de petróleo en el mar, el país sólo contaría con agua potable para tres días.
Los malteses retienen la imagen de aquel buque cisterna que en el 2008 entraba en el puerto de Barcelona trayendo agua a los sedientos barceloneses. Si a ellos algún día se les sobreviniera semejante castigo, a buen seguro redoblarían sus oraciones a Alla.