GOLPE DE ESTADO A LOS COLEGIOS PROFESIONALES
Los colegios profesionales son unos grandes desconocidos. Poca gente sabe lo que hacen o dejan de hacer e incluso los confunden a menudo con escuelas o colegios educativos. Es evidente que el nombre de colegio no ayuda demasiado y que remite inevitablemente –a pesar del sustantivo adjetivado profesional– a instituciones educativas. Hay que apuntar que el nombre de colegio viene del latín collegium, que en la Roma antigua era un grupo de personas unidas por un mismo interés i regidos por unas reglas propias. Quizás una parte de culpa del desconocimiento social es atribuible a los propios colegios, que no se han preocupado demasiado en explicar sus funciones y utilidad. Seguramente porque hasta ahora tampoco no les ha hecho mucha falta. Pero pronto la nueva ley de Servicios y Colegios Profesionales cambiará las reglas del juego y no para favorecerles, precisamente.
Hay que decir que hoy en día los colegios profesionales son el instrumento que ayuda a los profesionales liberales a desarrollar la profesión con las mejores condiciones, que les da apoyo en caso de necesidad y que defiende sus atribuciones y derechos profesionales. Pero no sólo eso, sino que también son útiles a la sociedad, garantizando a los consumidores y usuarios que los servicios que reciben de sus profesionales sean los adecuados o colaborando con las administraciones en la redacción de normativas y reglamentos, por poner solamente dos ejemplos.
Por todo ello se crearon, por iniciativa particular, las asociaciones profesionales –en el caso de la ingeniería industrial hace ya más de 150 años–, que se convirtieron en colegios profesionales a finales de los años cincuenta del siglo pasado. En su momento, el Estado español les otorgó carta de naturaleza como entidades de derecho público y exigió estar colegiado para ejercer determinadas profesiones, como la de ingeniero.
Y hasta hoy las cosas no han cambiado demasiado. A pesar de ello, hace ya tres años hubo la primera andanada anticolegios con la aplicación de la llamada ley ómnibus, que limitaba con fuerza, entre otras cosas, la obligatoriedad del visado en los proyectos de ingeniería. Grave error, a nuestro entender, claro. El visado cumple diferentes funciones, entre las cuales está la de garantizar que el profesional que firma el proyecto esté habilitado para ejercer, que tenga la titulación requerida, que tenga la póliza de responsabilidad civil adecuada y que el proyecto técni-
Sin la colegiación obligatoria cualquiera podrá hacer de todo y las consecuencias pueden ser nefastas
co contenga la documentación mínima necesaria. Un conjunto de comprobaciones que aportan seguridad a los usuarios, consumidores y al propio colegiado.
Bien, pues si con la ley ómnibus ya se consiguió anestesiar la muela que dolía, ahora con la ley de Servicios y Colegios Profesionales que se está cocinando, quieren extraerle el nervio para que deje de molestar para siempre. Por lo que parece, los colegios molestamos.
El rodillo parlamentario del PP ya se está preparando para aprobar una ley de contenido fuertemente intervencionista y centralizador, a principios de octubre. Mientras tanto, nos tienen entretenidos haciendo enmiendas al anteproyecto, que podemos presentar hasta el 23 de septiembre. Los que hacemos, de enmiendas, ya sabemos dónde seguramente acabarán. En cualquier caso, cada profesión aportará sus enmiendas, pero el malestar es general en todos los colegios.
En lo que se refiere a la ingenie- ría, dicha ley insiste en la no obligatoriedad de los visados, pero además pone en cuestión la colegiación obligatoria para ejercer de los ingenieros, y esto último puede resultar peligroso para la
Detrás de la nueva ley hay una voluntad política de desactivar un sistema colegial fuerte y autosuficiente
seguridad de la sociedad. Sin el control de los colegios cualquiera podrá hacer de todo y las consecuencias pueden ser nefastas. Por poner solamente un ejemplo, el diseño deficiente de la instalación de un ascensor comporta riesgos tanto para las personas que lo usan como para las que realizan las operaciones de reparación y mantenimiento, con la posibilidad de accidentes como la caída de la cabina u otros.
De otro modo, los colegios técnicos sin la colegiación obligatoria y sin los visados podrán perder una parte importante de los ingresos que les permiten ofrecer servicios de calidad para sus miembros (formación, asesoramiento, información profesional, etcétera), cosa que puede repercutir negativamente en la calidad de los trabajos que realicen.
Por otra parte, la sociedad dispone actualmente de unos colegios fuertes y preparados donde acudir para recoger información objetiva en el caso de los medios de comunicación, o para denunciar malas praxis de profesionales colegiados por parte de los usuarios, entre muchas otras cosas. Todo esto puede tambalearse si se aprueba la ley, que afirma en la exposición de motivos que la reforma de los servicios y colegios profesionales se traducirá en un crecimiento de la ocupación y del PIB. Pues justamente pasará lo contrario: miles de empleados de los colegios perderán su trabajo y la disminución de ingresos afectará negativamente a sus proveedores y colaboradores externos.
Pensemos que para redireccionar la economía no se puede hacer aquello de desvestir un santo para vestir otro. A nuestro entender, detrás de todo esto hay la voluntad política de desactivar un sistema colegial fuerte y autosuficiente, que no ha tenido que depender nunca, ni económica ni políticamente, de los poderes establecidos. Es evidente que cuanto más débiles sean los colegios, menos podrán participar en el debate público. Y cuanto menos participación de la sociedad civil, menos democracia.
Y, finalmente, como no podía ser de otra manera, la ley rezuma un fuerte espíritu centralista. Hace mención varias veces a la ley de Garantía de Unidad de Mercado e invade varias competencias exclusivas de la Generalitat de Catalunya en materia de colegios profesionales recogidas en el artículo 125 del Estatut d’Autonomia. También resulta claramente reforzado el papel de los consejos generales de colegios, con una capacidad de intervención en los colegios muy superior a la que tenían hasta ahora y en detrimento del papel de los consejos autonómicos.
Veremos cómo termina todo. Pero en cualquier caso, quizás ha llegado el momento que los colegios catalanes –que somos más de 100 y representamos a 150.000 profesionales– nos planteemos acogernos sólo a la legalidad catalana que nos respeta como tales y dejar de perder el tiempo batallando inútilmente contra legalidades hostiles y lejanas.