Energía contra el declive
La revolución del ‘fracking’ inyecta optimismo a una primera potencia ensimismada
Los más entusiastas creen que la energía barata impulsa la reindustrialización de Estados Unidos La menor dependencia dará a Washington más margen de maniobra geopolítica
Nada resulta más útil para espantar los fantasmas del declive de Estados Unidos que el boom energético que vive este país desde hace un lustro. ¿Paro elevado? Fracking. ¿Desindustrialización? Fracking. ¿Influencia decreciente ante el empuje chino? Fracking.
Fracking es la palabra inglesa que denomina la técnica de fracturación hidráulica que sirve para extraer petróleo y gas natural del subsuelo. Y es la fórmula mágica que ofrece la clave de la esperanza a un país sumido en el pesimismo.
Los efectos de esta técnica en el medio ambiente son motivo de discusión en EE.UU. En el estado de Nueva York rige una moratoria. Pero el debate no es tan vivo como en Europa y en realidad se da por cerrado: la cuestión no es tanto fracking sí o no, sino cómo se regula. El fracking ha impulsado una de las mayores revoluciones energéticas de las últimos décadas. El cambio ha sido inesperado.
“Que América siga siendo competitiva requiere energía a precios accesibles. Y aquí tenemos un problema grave: América es adicta al petróleo, que con frecuencia importamos de partes inestables del mundo...”. En el discurso sobre el estado de la Unión del 2006, el presidente George W. Bush promovió la búsqueda de alternativas.
Era un momento delicado. EE.UU. temía quedarse sin energía. Nunca, desde finales de los años setenta, los precios había subido tanto: la gasolina costaba un 40% más que al principio de la década. El 60% del petróleo era importado. Los precios del gas natural habían seguido una evolución similar, recuerda en un informe reciente el Instituto Peterson para la Economía Internacional, un laboratorio de ideas de referencia en Washington. Iraq aparecía ante la opinión pública como la evidencia de las consecuencias perversas de una política exterior condicionada por el petróleo. Desde el final de la Segunda Guerra Mundial, la independencia energética había sido la obsesión. Alcanzarla parecía una quimera. Ya no.
En pocos años, paisajes bucólicos de Pensilvania, estado castigado por desindustrialización, se han poblado de pozos para extraer gas natural mediante la fracturación hidráulica. Granjeros que todas sus vidas habían penado por llegar a final de mes se convirtieron en multimillonarios al arrendar sus terrenos para los pozos. El fracking ha abierto a la explotación algunas de las mayores reservas de gas del mundo y ha disparado la producción de petróleo. Según algunas previsiones, pronto Estados Unidos ya no sólo necesitará importarlo de países amigos como Canadá o México. El precio del gas ha caído cerca del 60%.
“El boom energético podría haber generado más de dos millones de nuevos empleos en el 2010, lo que compensaría la pér- dida de empleos por el derrumbe del mercado inmobiliario”, escribe Gregory Zuckerman, autor de The frackers, un libro sobre los pioneros de esta revolución. El abaratamiento de los precios alimenta la esperanza, entre los más optimistas, de un renacimiento industrial y un regreso de las fábricas deslocalizadas.
Acercarse a la independencia energética concede a EE.UU. un mayor margen de maniobra internacional. Puede facilitar el giro a Asia del presidente Barack Obama: Oriente Medio dejará de ser la prioridad. El boom permite replantear alianzas cuestionables con petrocracias como Arabia Saudí. Robert Kaplan, autor de La venganza de la geografía, vislumbra un futuro en el que Rusia, proveedor de gas natural a Europa, pierda su capacidad coercitiva en esta región gracias a las exportaciones de EE.UU.
“América llevaba décadas sin estar tan cerca de la independencia energética”, celebró Obama en enero, en el discurso sobre el estado de la Unión. La frase contrasta con la de Bush en la misma ocasión, sólo seis años antes. Bush, que lamentaba la “adicción al petróleo”, era republicano y estaba vinculado a la industria petrolera de Texas. Obama le sucedió en el 2009 con la bandera de las energías limpias. Sin quererlo, pasará a la historia como el presidente del renacimiento de los combustibles fósiles. Que así EE.UU. recupere la autoestima y disipe las dudas sobre la decadencia es otra cuestión.