La Vanguardia - Dinero

El salto de la pantera

Se cumple un siglo del estallido de la Primera Guerra Mundial

- JOHN WILLIAM WILKINSON

El 28 de junio hará un siglo del estallido de la Gran Guerra. Las hostilidad­es se iniciaron a causa del asesinato en Sarajevo del archiduque Francisco Fernando de Austria, heredero de la corona del imperio austrohúng­aro (su padre, Francisco José, ¡reinaba desde 1848!), junto con su esposa, Sofía, a manos del serbobosni­o Gavrilo Princip. Pero, lejos de tratarse de un atentado aislado, fue la gota que colmó el ya rebosante vaso de enfrentada­s vanidades nacionalis­tas e imperialis­tas.

La paz burguesa de que disfrutaro­n los europeos durante los 40 años luego de que, en 1871, Alemania venciera a Francia y se zampara de un bocado Alsacia y Lorena, se mantuvo en gran medida gracias a que los imperios se avinieron a limar asperezas en ultramar. Pero Alemania, recién unificada y sintiéndos­e fuerte, por mucho que llegara tarde al reparto, exigía le diesen un buen pedazo del pastel, fuera en África, Asia o los mares del Sur. Por esta misma razón se entiende que, cuando finalmente estalló la guerra, se extendiera por los cinco continente­s.

En 1911, el también recién unificado Reino de Italia atacó e invadió el territorio que hoy llamamos Libia pero que a la sazón formaba parte del imperio otomano. La invasión se llevó a cabo con el estreno de un par de novedades: se emplearon por primera vez aviones para tareas de reconocimi­ento y lanzaron sobre los libios los primeros bombardeos aéreos de la historia.

Ya había denunciado Joseph Conrad en El corazón de las tinieblas (1902) la sinrazón y crueldad del imperialis­mo europeo en África. Describe cómo un buque de guerra francés anclado frente a la costa bombardea la maleza. “Había algo de insensato en toda la maniobra; una sensación de lúgubre bufonada en el espectácul­o, que no se disipó porque alguien a bordo me aseguraba seriamente que había un campamento de indígenas (¡los llamaba enemigos!) oculto en alguna parte”. Así el narrador Marlow.

En otro rincón de África, el 1 de julio de 1911 echó el ancla en la rada de la población marroquí de Agadir la lancha cañonera Panther, que había sido enviada por Berlín, ostensible­mente para pro- teger los intereses de los residentes alemanes en Marruecos durante una supuesta rebelión tribal. Pero resulta que en Agadir no había ninguno, de modo que, para salvar las apariencia­s, el comandante alemán ordenó que acudiera a toda prisa un tal Wilberg, un pobre diablo que vivía en una aldea a unos cien kilómetros del puerto. Este absurdo incidente estaba relacionad­o con el contencios­o entre Francia y Alemania por la soberanía de Alsacia y Lorena.

Por esas mismas fechas, Francia estrenaba un nuevo primer

Una Alemania fuerte y recién unificada exigió parte de África a pesar de llegar tarde al reparto

ministro de Finanzas, el altivo y adinerado ministro Joseph Caillaux, cuya primera misión consistió en solucionar el Pantherspr­ung (el salto de la pantera), el incidente que acababa de producirse en Agadir. De hecho, nada más jurar el cargo, ya era conocido como el hombre de Agadir.

Lo primero que hizo fue reali- zar consultas con el general Joffre, el jefe del Estado Mayor. Sólo quiso saber una cosa: si Francia tenía un 60% de posibilida­des de ganar una guerra con Alemania. La respuesta del militar fue negativa. “Entonces negociarem­os”, decidió Caillaux. Pero en vez de consultar con su ministro de Asuntos Exteriores, el barón de Selves, optó por resolver el problema por su cuenta. Montó una serie de negociacio­nes secretas entre, precisamen­te, un hombre de negocios francés amigo suyo y un diplomátic­o alemán.

Por supuesto, el Quai d’Orsay sabía descifrar los códigos secretos alemanes y, el 28 de julio, el barón de Selves hizo saber –mostró los telegramas inculpator­ios– que su primer ministro negociaba con Alemania a sus espaldas. Tras mucho tira y afloja, a cambio de que Caillaux le cediera a Berlín 100.000 km2 de tierras pantanosas en Congo, el 4 de noviembre de 1911 se firmó el acuerdo franco-alemán, lo que dio pie al año siguiente a la creación del nuevo protectora­do francés de Marruecos.

Para muchos conservado­res franceses, que aún llevaban a flor de piel la vergonzosa y dolorosa pérdida de Alsacia y Lorena, entre los cuales destacaba el direc- tor del diario Le Figaro, Gaston Calmette, Caillaux acababa de cometer un acto de traición. Como es bien sabido, la venganza es un plato que se sirve frío, de modo que no fue hasta el verano de 1914 cuando Calmette amenazó con publicar unas compromete­doras cartas de amor escritas por Caillaux a Henriette, su segunda esposa, pero de cuando era su amante; misivas, por otra parte, que habían sido filtradas a Le Figaro por la vengativa primera Mme. Caillaux.

Ni corta ni perezosa, Henriette acudió al despacho de Calmette, sacó una pistola y lo mató. Los abogados de la despechada dama presentaro­n el asesinato a sangre fría como una abnegada muestra de amor conyugal y fue absuelta. Pero, más que por los líos amorosos de Caillaux, el verdadero móvil detrás de la publicació­n de las cartas fue el de vengarse de Caillaux por el pacto de Agadir.

El 29 de julio de 1914, tras comentar en su diario el abbé Mugnier el fallo favorable a Mme. Caillaux (en Francia no se hablaba de otra cosa), añadió de pasada: “Austria ha declarado la guerra a Serbia”. El día 2 de agosto, apuntó en su diario Franz Kafka: “Alemania ha declarado la guerra a Rusia. - Tarde, escuela de natación”. Son, desde luego, entradas a la altura de la que hace en su diario Luis XVI el 14 de julio de 1789: “Rien” (nada).

Con la que está cayendo, sea por la economía o debido a la escalada de conflictos y tiranteces geopolític­os, en vista de la proliferac­ión de absurdos saltos de pantera, ¿no estaremos viviendo sin saberlo otro momento rien?

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