Un accidente llamado Lehman
Blinder retrata los episodios clave de la crisis y defiende el gran éxito del rescate en EE.UU.
Cuando pare la música... las cosas se complicarán. Pero mientras la música siga sonando, hay que levantarse y bailar. Por ahora, en ello estamos”. Aunque podrían parecer las palabras de un poco ingenioso guionista de reality televisivo, estas frases fueron pronunciadas el 8 de julio del 2007 por Chuck Prince, consejero delegado de Citigroup. Y fueron proféticas. Un mes después, se paraba la música tras años de exuberancia irracional. Y, como en el juego de la silla, todo el mundo dejó de bailar y corrió a sentarse en los pocos asientos libres.
Las eliminaciones fueron numerosas. Pero la más sonada, la que marcó un antes y un después, fue que Lehman Brothers no lograra silla alguna donde descansar y fuera eliminado sin miramientos. Pese a que antes se había salvado a Bear Stearns, que era más pequeño, se dejó que Lehman quebrara. Se justificó diciendo que Bear estaba demasiado interconectado con otras entidades como para dejarlo caer. Como si Lehman no. La cuestión es que el secretario del Tesoro, Henry Paulson, había trazado una línea roja: cualquier acuerdo sobre Lehman tenía que hacerse sin dinero público. “Ya me llaman señor Rescate, no puedo volver a permitirlo”, dijo a Ben Bernanke, de la Fed. Timothy Geithner, que presidía la Reserva Federal de Nueva York, le di- jo a Paulson que era una locura, que la cantidad de dinero público que se iba a tener que gastar después sería mucho mayor. Como así fue. Porque de inmediato medio mundo se fue a pique. Y hubo que crear nuevas melodías en política económica –que algunos tildaron de socialismo para los ricos– discutidas aún hoy.
Y a discutirlas, pero explicando primero las causas de la crisis y luego cada uno de los pasos que se dieron para salvar los mue- bles, se dedica Alan S. Blinder en su libro Y la música paró. Y lo cierto es que el profesor de Princeton, que fuera vicepresidente de la Reserva Federal y miembro del consejo de asesores económicos de Clinton, tiene alguna de las mejores bazas del libro en las escenas en las que describe cómo se intentó arreglar el agujero de Lehman y, sobre todo, cómo Paulson y Bernanke, tras el terremoto causado por la caída del banco, solicitaban a unos lívidos senado- res y congresistas en una reunión de emergencia que aprobaran de inmediato la delirante cifra de 700.000 millones de dólares para el TARP, que no era otra cosa que el plan “romper el cristal en caso de incendio” creado tras la caída de Bear Stearns. Un programa de compra de activos problemáticos para apuntalar el sistema que finalmente ha sido una de las innovaciones de política económica más exitosas de la historia de EE.UU., dice Blinder. “Si lo que proponemos no resulta aprobado, que Dios nos asista”, concluyó Paulson, un hombre muy religioso. Y Bernanke dejó pálidos a los congresistas: o aprobaban ya esos miles de millones o se rompería el orden civil y estallarían revueltas en las calles. Harry Reid, líder demócrata del Senado, expresó su incredulidad: “A veces me lleva 48 horas conseguir que los republicanos accedan a tirar de la cadena en los retretes”, les dijo. Pero se aprobó.
Y lo primero que se hizo, aunque el Congreso nunca lo habría aprobado, fue comprar capital de los bancos, meterles dinero en vena por 205.000 millones. Pese a que muchos dijeron que era regalar dinero a los banqueros, eso acabó proporcionando un considerable beneficio al Gobierno. Además, con las operaciones de rescate el PIB real de EE.UU., estima Blinder, fue 1,8 billones de dólares más alto, lo que permitió 9,8 millones más de empleos que sin rescate. Pero, como se han explicado tan mal, la mayoría del país está contra estas medidas que sí han funcionado. De hecho, remarca, se han extraído buenas lecciones de la crisis: no confiarás en la autorregulación, incrementarás la importancia de la gestión del riesgo, usarás menos apalancamiento, estandarizarás los derivados, modificarás los perversos sistemas de retribución... Aunque el más importante de estos mandamientos es el primero: no olvidarás que la gente olvida.