Enron, el fraude de unos tipos listos
Menos de ocho años antes de la Gran Recesión de 2008 y 2009 provocada por el pinchazo de la burbuja financiera, el capitalismo estadounidense, elevado a la categoría de paradigma universal en la segunda mitad de los años noventa del pasado siglo, sufrió una grave crisis de desprestigio... que los inversores olvidaron en un par de años. Primero pinchó la burbuja tecnológica, que hizo saltar por los aires las precauciones históricas de Wall Street antes de introducir una empresa en bolsa. Las condiciones mínimas eran que la sociedad tuviera al menos cinco años de existencia y que acumulara
tres años seguidos de beneficios. Pero como “esta vez era diferente” los inversores compraban títulos de empresas que apenas facturaban y cuyas pérdidas eran bien valoradas ¡porque indicaban que la empresa crecía!. El potencial, como intangible que aceleraba la valoración de las empresas pun
tocom.
El escándalo Enron estalló en octubre de 2001 y condujo a la quiebra a la empresa de energía con sede en Houston, Texas. Creada por Kenneth Lay, buen amigo y financiador de George W. Bush, en 1985, inició las operaciones de ingeniería contable con la llegada de Jeffrey Skilling, ocultando deudas, creando instrumentos para sacar operaciones del balance, recibiendo préstamos desde paraísos fiscales que imputaban como ingresos. Los medios de comunicación encumbraron a Enron como el ejemplo de la empresa del siglo XXI. Entre 1996 y 2000, la revista Fortune designó a Enron, como el ejemplo a seguir, “la empresa más innovadora de los Estados Unidos” (durante cinco años consecutivos). Y no es casual que los medios de comunicación actúen de forma procíclica en los orígenes de las burbujas especulativas.
Sus acciones tocaron un máximo de 90 dólares a mediados del 2000. A finales de noviembre del 2001, las acciones se intercambiaban por un dólar, se había esfumado 11.000 millones de dólares de capitalización bursátil. El castillo de naipes de Enron tuvo una consecuencia imprevista, hundió a su auditor, Arthur Andersen, por haber hecho la vista gorda y haber ocultado pruebas. Una de las cinco mayores auditoras del mundo se desmoronó en unas semanas.
El dos de diciembre del 2001, Enron se declaró en bancarrota bajo el Capítulo 11 de la ley de Quiebras de Estados Unidos. Sus 63.500 millones de dólares de activos la convirtieron en la mayor quiebra empresarial en la historia de Estados Unidos (hasta la quiebra de WorldCom el año siguiente). Muchos ejecutivos de Enron fueron acusados de una variedad de cargos y fueron, posteriormente, sentenciados a prisión.
Los empleados y los accionistas recibieron devoluciones limitadas en juicios, a pesar de perder miles de millones de dólares en sus fondos de pensiones y en la cotización de sus acciones. Inevitablemente, el Congreso se vio obligado a intervenir. Una de las consecuencias de los (abundantes) escándalos contables fue que los congresistas promulgaron nuevas regulaciones y leyes para ampliar la exactitud de la información financiera que divulgan las empresas que cotizan en los mercados de valores. En particular, la ley Sarbanes-Oxley expandió las penas por destruir, alterar o fabricar registros en investigaciones federales o por tratar de estafar a los accionistas. La ley también aumentó la responsabilidad de las empresas auditoras de permanecer neutrales e independientes de sus clientes (y no a su servicio contable).
Y, sobre todo, el escándalo dio pie a que Alex Gibney realizase un pedazo
de documental: Enron: the smartest
guys in the room (traducido en español como “Enron: los tipos que estafaron a América” (2005). La desmesura del conjunto se pone de manifiesto escuchando a Kenneth Lay pronosticar que “nuestras acciones podrían seguir subiendo indefinidamente”. El productor del documental se “sorprendió mucho de que casi todo el mundo creyera la historia de Enron. Periodistas, analistas financieros, profesores de economía universitarios, ¡incluso Alan Greenspan!. Es muy probable que las mentiras de Jeffrey Skilling y Kenneth Lay estuvieran cubiertas por un manto ideológico en el que toda la comunidad empresarial americana estaba deseando creer: todo irá bien si no hay ninguna regla. Como si se guiaran por los lemas “La codicia es buena y “¿Preocupado, yo?”.