La desigualdad por dentro
En 1940, los biólogos norteamericanos Raymond Pearl y L.J Reed se propusieron prever el crecimiento futuro de la población de EE.UU. utilizando la llamada curva logística, que había tenido cierto éxito en su aplicación al estudio de ciertas poblaciones del reino animal, como la levadura de la cerveza. Los hechos no estuvieron a su favor. Lejos de desacelerarse suavemente como preveía la curva, el crecimiento se aceleró: tras la abstinencia impuesta por la Segunda Guerra Mundial, la natalidad experimentó el gran aumento que hoy conocemos como el baby boom. Algo más tarde, en 1968, el entomólogo Paul Ehrlich, un gran especialista en mariposas, anunció un aumento de la población mundial que debería haber hecho inhabitable, por estas fechas, nuestro pequeño planeta: su libro, The Population Bomb, fue uno de los ingredientes de la ola de pesimismo que se apoderó de Occidente en la segunda mitad de los setenta. Tampoco acertó Ehrlich: el crecimiento de la población se está desacelerando, y hoy los demógrafos parecen estar de acuerdo en que la población mundial se estabilizará en torno a los ocho o nueve mil millones de habitantes a partir de la mitad de este siglo. Algunos podrán comprobar si aciertan esta vez. De esos fracasos se desprende que la especie humana exhibe una capacidad en apariencia ilimitada de adaptarse a las circunstancias, y no deja de sorprender a quienes la estudian. Si nos sorprende al tratar de estimar el tamaño de una población, ¿qué no hará cuando pretendemos entrever las leyes que puedan determinar la evolución de la desigualdad? Habrá que ser modestos, aunque sea por fuerza.
ARMONÍA UNIVERSAL
Ante la persistencia de enormes desigualdades entre países ricos y pobres podemos consolarnos imaginando que la renta per cápita de los más pobres se irá acercando a la de los ricos, que alcanzar la armonía universal es sólo cuestión de tiempo. Un piadoso
Durante décadas hemos podido pensar que el crecimiento ocultaría el problema de la desigualdad; hoy es prudente pensar que no”
deseo, porque la convergencia de niveles de vida se da en un número relativamente reducido de países –aunque alguno, como China, sea muy grande– y la movilidad, según ilustra Milanovic, es más frecuente en sentido descendente que al revés. En la medida en que la convergencia depende en gran parte de la buena gobernación de cada país no podemos darla por descontada. Y si se diera, ¿hacia dónde será? ¿Seremos todos como Luxemburgo, o como Zimbabue?
La historia reciente nos enseña que la convergencia se ha dado hacia arriba: así muchos nos hemos ido acercando al nivel de Estados Unidos, y no al revés, formando así el club de los ricos; pero estos son sólo el 15% de la población mundial, con una renta per cápita que es un múltiple de la del restante 85%. Es, pues, concebible que el planeta no pueda acomodar el gigantesco aumento de la producción que haría posible esa convergencia hacia arri- ba de la gran mayoría de la población; y concebible, pues, que nos encontremos a medio camino entre Noruega y Vietnam. No sería de extrañar que los países del extremo superior hicieran lo posible para evitar esa convergencia. No la demos, pues, como un hecho.
En el mejor de los casos, la convergencia de los niveles medios de renta de los países no lleva consigo una menor desigualdad entre sus habitantes: baste recor-
No podemos confiar en una economía de mercado guiada únicamente por el interés individual para remediar injusticias”
dar el caso de China, donde la renta media se ha multiplicado a la vez que ha aumentado la desigualdad. ¿Qué puede pasar en un país como el nuestro? Lo poco que sabemos no es muy esperanzador: la desigualdad parece ir en aumento; fuerzas mal conocidas –la globalización, la extensión del comercio a los servicios, el progreso técnico– se combinan para resultar en crecimientos del producto sin aumentos del empleo, polarización del mercado de trabajo, caída de la parte de renta que va a los salarios, concentración de nuevo creciente de la riqueza… pero no caigamos, como los biólogos antes citados, en la tentación de predecir el futuro. Es mejor sacar algunas lecciones del pasado y del presente.
En el fondo de algunos de los dramas del siglo pasado se adivina la resolución de una situación injusta, como en la primera Guerra Mundial, que destruyó el imperio del capital en los países contendientes, o la presencia de un conflicto de distribución, como en la crisis del petróleo, que puso fin a tres décadas de crecimiento sostenido en Occidente. Ambos ejemplos muestran que una solución injusta no dura eternamente y que, si tarda demasiado en remediarse, termina mal.
No podemos confiar en una economía de mercado guiada únicamente por el interés individual para remediar una situación injusta, porque a esa economía, al mercado, se le puede pedir eficiencia, pero no justicia. Durante décadas hemos podido pensar que el crecimiento ocultaría el problema de la desigualdad. Hoy es más prudente pensar que no será así. Es un buen momento para echar mano de nuestra enorme capacidad de adaptación; sin renunciar a la persecución del interés individual, que tan lejos nos ha llevado, pongamos a este interés en su sitio y demos entrada a otras exigencias y anhelos, a otras virtudes que se combinen para dar lugar a un mundo más habitable. ¡Sorprendamos, una vez más, a los pesimistas!