El corazón afgano de Australia
Los asiáticos tuvieron un papel decisivo en la exploración del centro desértico de la isla continente
De los inmigrantes que este verano acapararon las portadas de los diarios por intentar pasar al Reino Unido por el eurotúnel desde Calais, poco o nada sorprendía el que entre ellos hubiera un nutrido grupo de sirios. Esta gente huye de una guerra atroz que desde hace años asuela su país. Sus casas en ruinas no están muy lejos de aquí, pues quedan justo en el otro extremo del Mediterráneo, a una tirada de piedra de Chipre.
Sí extrañaba, en cambio, la presencia en Calais de tantos afganos. ¿Cómo llegaron a la terminal del eurotúnel en Coquelles? Estremece pensar en la cantidad de penalidades sufridas, fronteras cruzadas y atrocidades presenciadas por estos refugiados antes de que les negara asilo la potencia europea que durante siglos dominaba su lejana patria.
Pero quizá más sorprendente aún que la presencia de estos refugiados afganos en Calais son sus compatriotas que, en el otro lado del mundo, intentan llegar a Australia. Estos lo tienen más crudo, si cabe, puesto que la política australiana de inmigración es por ahora incluso más restrictiva que la británica. Es probable que los pocos afortunados que consigan pisar la Tierra Prometida ignoren que los primeros afganos llegaron a Australia hace más de 150 años o que jugaron un papel decisivo en la exploración del centro desértico de la isla continente.
No por nada se llama The Ghan (por afghan) el tren que conecta los viñedos de Adelaida en el sur con los cocodrilos de los manglares tropicales de Darwin en el extremo norte. El convoy tarda 54 horas en recorrer los 2.973 kilómetros de desierto que separan las dos ciudades. Como no podía ser de otra manera, el logo de este singular ferrocarril es un afgano encaramado a la joroba de un camello, mismamente como uno de los Reyes Magos de Oriente.
Rara vez se alejaban de la costa los primeros colonos británicos. Durante el primer medio siglo de la colonia, del vasto interior nada sabían ni querían saber. Era más fácil traer en barco cuanto necesitaban desde la metrópoli o la Polinesia. Y puesto que a ninguno se le ocurrió preguntarles a los aborígenes lo que había más allá de sus granjas, al final fueron un puñado de valientes aventureros los que partieron mal pertrechados para averiguarlo.
La inevitable muerte que les esperaba en medio de las dunas fue tan inútil como absurda. Además del sofocante calor y escasez de agua, tuvieron que vérselas con algunas de las 50.000 especies de insectos, 140 de serpientes (de las que 100 son venenosas) y 90 de hormigas que alegran esas inhóspitas tierras. Sin olvidar las arañas y abundantes plantas tóxicas. Antes de morir de hambre, de sed o de una picadura, estos in- trépidos caballeros victorianos lo apuntaban hasta el último detalle en sus diarios –una moda muy de la época que hoy ha sido suplida por los watsap y tuits.
Luego de varios calamitosos intentos, a mediados del XIX un comité establecido en Melbourne bajo la égida de la Royal Geographical Society envió a uno de los suyos a Afganistán por camellos. El hombre elegido, George Landells, llevó a cabo su misión con éxito: no sólo adquirió 24 camellos, sino que contrató los servicios de tres camelleros afganos, todos excipayos de confianza. Si- guiendo la grafía inglesa de los nombres, se llamaban Belooch Khan, Botan, y Dost Mahomet.
El 20 de agosto de 1860, partió la primera expedición con los afganos. La prensa destacaba el exotismo creado por los camellos desfilando por las principales avenidas de Melbourne, pero poco tenían que decir de los tres camelleros ataviados con sus bombachos y turbantes. Tampoco les haría mucho caso en las minuciosas descripciones con las que irían llenando sus diarios los señores Burke y Wills, los líderes de la aventura, y eso que sus vidas dependían en gran parte de los buenos oficios de estos afganos.
En aquellas áridas tierras todo es exótico según el ojo con que se mire. A los afganos los aborígenes les daban miedo; estos recelaban de los afganos pero no de los camellos. Para no tener que admitir la superioridad de los afganos en circunstancias tan extremas, Burke y Wills, cuando se dignaban en mentarlos en sus escritos, les tachaban de patosos y gandules.
Hubo malentendidos de toda clase. Los altos que hacían los afganos para la oración se les antojaban a sus empleadores una provocación. En una ocasión, uno de los blancos abatió a un emú y uno de los musulmanes recorrió a toda prisa la arena que lo separaba del ave para degollarla antes de que muriera desangrada. Degustaron después lo que sin duda fue el primer emú halal de la historia.
Los malogrados Burke y Wills se convirtieron en iconos nacionales, aunque no así los tres afganos, que son un poco como los sherpas que acompañaron a Hillary (Edmund) en la conquista del Everest. Aun así, se quedaron en Australia y con los años sus caravanas de camellos serían el único modo de comunicación entre el interior en plena expansión y la costa. Clasificados despectivamente como nómadas, y por tan- to sin derechos, al igual que los aborígenes, los afganos, que cada vez eran más, montaban sus campamentos en las afueras de los pueblos. Además de ganarse la vida como buhoneros, se dedicaban a la cría de camellos.
Los afganos con sus camellos resultaron fundamentales en la construcción del telégrafo. Cuando sus caravanas fueron reemplazadas por el ferrocarril y el automóvil, Australia ya exportaba camellos a Arabia Saudí. Ahora, los safaris en camello son el no va más del turismo en el desierto.
Podría decirse que la presencia en Australia de los afganos y sus camellos ha sido fructífera, aunque no siempre ha recibido el reconocimiento que debiera. Allá, lo dicho: se mide lo exótico según el ojo con que se mire. Quizá aquellos tres execrados gandules olvidados fueron realmente los Reyes Magos de Oriente. A fe que lo fueron para algunos inversores. Como ahora también podrían serlo los afganos que buscan asilo en tierras lejanas.
Los afganos con sus camellos resultaron fundamentales en la construcción del telégrafo