La soberanía griega y las normas de la UE
La pretendida humillación de Grecia no ha sido más que una aplicación extrema de las normas de control de la eurozona, según el profesor Gual
Con motivo de la crisis griega se ha hablado mucho de conceptos como la humillación de Grecia, la dignidad del pueblo griego y la necesidad de magnanimidad. Se ha llegado a afirmar que la construcción europea solamente es posible si nos conduce a una Europa solidaria. El uso de estos términos es revelador de la gran distancia que separa el actual entorno institucional y político europeo de la Europa ideal que muchos comentaristas tienen en mente.
Nada de lo que ha sucedido en Grecia es sorprendente o inesperado. La crisis griega ha puesto de manifiesto hasta qué punto pertenecer a la eurozona supone una reducción de la soberanía nacional, tal y como la hemos entendido tradicionalmente.
Que la adopción del euro comporta una pérdida de soberanía es un hecho que solo hemos ido reconociendo a medida que pasaban los años. En un principio, se entendió exclusivamente como una falta de control sobre la política monetaria y el tipo de cambio, con algunas restricciones, más o menos exigentes, en las políticas presupuestarias. A lo largo de la crisis financiera, hemos comprobado que vivir en la eurozona no es posible si no se consigue una convergencia económica en términos tanto reales (nivel de vida, paro, etc.) como nominales (crecimiento de los costes y los precios, estabilidad financiera, etc.). En último término, exige muchos cambios en el funcionamiento de les instituciones y el conjunto de la sociedad.
La falta de convergencia, por otro lado, puede ser el resulta- do de la incapacidad de los países afectados de llevar a cabo los cambios institucionales y las reformas necesarias, pero también, como vimos durante los años de la expansión, puede ser una consecuencia del funcionamiento imperfecto de los mercados. Solo hay que recordar que, por largo tiempo, la prima de riesgo en el seno de la eurozona se situó en niveles que ahora vemos que eran incomprensiblemente ínfimos.
También hemos aprendido, y esto es aun más importante, que si la convergencia entre países no
La humillación de Grecia no ha sido más que una aplicación extrema de las normas de la eurozona, que, por diseño, pueden ser muy intrusivas”
se produce peligra la propia existencia de la eurozona y se deben activar mecanismos centralizados de disciplina que suponen una intromisión de las autoridades europeas en las políticas de los Estados miembros.
El drama de la eurozona es que su viabilidad a largo plazo exige un grado de integración política que hoy en día no tenemos y que es muy poco probable que alcancemos a corto plazo. Mientras, la eurozona opera con mecanismos de restricción de la soberanía de sus Estados miembros que, aun siendo lógicos dadas las restricciones políticas actuales, aparecen como graves atentados a la soberanía nacional a los ojos de los ciudadanos de los países que son objeto de intervención por parte de las autoridades centrales. La eurozona, en definitiva, necesita estos instrumentos coercitivos centrales para poder funcionar de manera efectiva y preservar su integridad, pero son unos mecanismos que la población percibe como carentes de legitimidad democrática.
La pregunta clave es si, como piden muchos europeos, es posible una eurozona distinta con el actual nivel de compromiso político de los Estados miembros. La respuesta es que seguramente no, puesto que, sin disponer de un verdadero Gobierno europeo que cuente con su propio presupuesto y rinda cuentas al conjunto de la ciudadanía de la eurozona, no se concibe una unión monetaria en la que –como sucede en el seno de los Estados soberanos– se lleven a cabo transferencias regulares entre territorios, que reflejen la solidaridad política entre los ciudadanos.
FALTA UNIÓN POLÍTICA
Sin pasos hacia la unión política, mediante lo que podría ser inicialmente un embrión de presupuesto de la eurozona, el modelo actual comporta de forma inevitable que cada uno de los Gobiernos de los Estados miembros sea responsable fiscalmente ante sus propios electores y que se deban imponer restricciones vinculantes al conjunto de los países de la zona monetaria para impedir que la irresponsabilidad fiscal de un miembro perjudique al resto.
En definitiva, si tenemos en cuenta el marco político e institucional actual de la eurozona, la valoración de los acontecimientos en Grecia se puede hacer de una manera menos apasionada. La humillación de Grecia no ha sido nada más que una aplicación extrema de las normas de un club, la eurozona, que, por diseño, puede ser extraordinariamente intrusivo. Casi como lo sería el Gobierno central de un país soberano, pero sin que tenga un mandato político suficientemente satisfactorio. Por otro lado, magnanimidad y solidaridad son conceptos intrínsecamente relativos. La nueva ayuda a Grecia no es la primera, ni la segunda, y puede no ser la última. Y, probablemente, la solidaridad que se ha ejercido en esta crisis está cerca del máximo que el actual grado de unión política de la eurozona puede tolerar.