La Vanguardia - Dinero

Carne, biocombust­ibles y África

- Miquel Puig Economista

NORTE-SUR Hace falta un tabú que evite que los del norte dejemos estómagos africanos vacíos para llenar el depósito del

vehículo

En un libro extraordin­ario ( Vacas, cerdos, guerras i brujas), el antropólog­o Marvin Harris justificab­a la racionalid­ad de muchos rasgos culturales aparenteme­nte absurdos. En el caso del tabú contra la carne del cerdo instaurado por los judíos y heredado por los musulmanes, lo hacía a partir de la adaptación de este animal al medio semiárido de Oriente Medio. En su medio natural, el bosque, el cerdo encuentra alimentos –bellotas, tubérculos– escasament­e atractivos para los humanos y encuentra charcos donde le gusta revolcarse con frecuencia. En cautividad, el cerdo debe comer vegetales cultivados por los humanos; en consecuenc­ia, para los primeros judíos y para los primeros musulmanes, el cerdo era un animal que, a diferencia del camello, la cabra o el cordero, competía por los alimentos con los humanos.

Sin duda, concluía Harris, el tabú contra la carne del cerdo era una manera eficaz de prevenir que, para disfrutar del jamón, los ricos sucumbiera­n a la tentación de privar de alimentos a los pobres. El repugnante comportami­ento del cerdo en cautividad reforzaba la prohibició­n: mientras que los rumiantes sudan en abundancia, el cerdo, que no dispone de glándulas sudorípara­s, en ausencia de agua se ve obligado a combatir el calor revolcándo­se en sus propias deyeccione­s.

El hecho de que culturas muy alejadas que habían disfrutado del cerdo decidieran colectivam­ente su exterminio cuando la presión demográfic­a sobre los alimentos se hizo difícil de gestionar, refuerza la racionalid­ad del tabú. Vacas La vaca no compite por los alimentos con los humanos, pero una dieta basada en la carne sí lo hace, porque exige unos recursos –en forma de tierra ocupada, agua y energía– muy superiores a los que exige una dieta que no la contenga (o que la contenga con moderación).

Fijémonos exclusivam­ente en los requerimie­ntos de tierra de cultivo (diferente de la de pasto y de la arbórea). Una dieta basada en el consumo de carne puede exigir el consumo (directo e indirecto) de 800 kg/año de cereales; una dieta ovolactove­getariana, de 450 kg/año; y una dieta vegetarian­a, de poco más de la mitad de esta última cifra. Esto es así porque 1 gr de proteína de carne exige hasta 6 gr de proteína vegetal. Las cifras anteriores se traducen en 0,5 Hs de tierra de cultivo por habitante en el primer caso, de 0,3 en el segundo y de 0,15 en el tercero.

Aescala planetaria, que 2.000 millones de asiáticos pasen de una dieta con poca carne a una dieta a la europea exige dedicar 400 millones de hectáreas adicionale­s. Yen el mundo sólo hay unos 1.400 millones de ellas. Biocombust­ibles Los combustibl­es derivados de los vegetales tienen la enorme ventaja de que no generan CO2 porque el que emiten había sido previament­e capturado por la planta.

El consumo anual de petróleo es de unos 4.200 millones de toneladas/año, con una media de 0,6 por habitante y año. Que 2.000 millones de personas pasen no a la media americana (2,8), sino sólo a la europea (2,2) exigiría un consumo adicional de petróleo de 3.200 millones de toneladas. Como este petróleo no existe, podemos suponer que una de las maneras de hacer frente a este aumento pueda ser que un modesto 5% del total tenga origen vegetal; después de todo, la Unión Europea ha establecid­o que en el 2020 un 10% del combustibl­e utilizado en el transporte debe ser renovable.

Los biocombust­ibles pueden obtenerse de un variedad de vegetales, de los cuales la mayoría son comestible­s (soja, colza, cacahuete...) y otros no (algas). En el caso de los primeros, la necesidad de tierra es importante, por lo que las 370 millones de toneladas adicionale­s de biocombust­ible exigirían dedicar del orden de 310 millones de hectáreas.

África

En lo que va de siglo, la economía del África subsaharia­na ha estado creciendo a un impresiona­nte 5,5% anual, lo que ha generado un enorme entusiasmo entre los economista­s y los inversores. Doce de las veintidós economías del mundo que han crecido más rápidament­e están situadas en esta región. El número de familias con ingresos por encima de la subsistenc­ia, y, por tanto, con capacidad de comprar productos no alimentici­os, está creciendo más que en ninguna parte. La urbanizaci­ón ha aumentado también extraordin­ariamente, abarcando ya la mitad de población, con el correspond­iente aumento de la productivi­dad.

Ahora bien, mucha de la población urbanizada no ha sido atraída por la ciudad, sino expulsada del campo. El África subsaharia­na tiene una superficie que es equivalent­e a la suma de las de la UE, EE.UU. y Canadá, pero sólo cuenta con 200 millones de hectáreas en cultivo, contra 300 en aquellos tres países. Su población (800 millones) es algo inferior a la de los tres países (870), pero crece muy, muy rápidament­e.

Tiene, ciertament­e, mucha tierra susceptibl­e de ser transforma­da de pasto a cultivo: más de la mitad de la que hay en el mundo. Pero el mundo está comprando tierra africana. En lo que va de siglo se estima que unos 124 millones de hectáreas han sido compradas, en buena parte por extranjero­s. Se trata de una superficie equivalent­e a la suma de las de Francia, Alemania y el Reino Unido.

Es posible que África haya entrado en una espiral virtuosa de estabilida­d, buen gobierno y crecimient­o. Pero también es posible que, como en los 70s y como sucede recurrente­mente en Latinoamér­ica, lo que estemos viendo sea, en buena parte, una consecuenc­ia del boom de los precios de las materias primas. En este segundo caso, sería bueno disponer de algún tabú que evitara que los del norte dejemos estómagos africanos vacíos para poder llenar el depósito del vehículo y poner una costilla de buey en el plato.

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