La Vanguardia - Dinero

Luces y sombras de la era digital

- Xavier Ferràs Decano de la Universita­t de Vic – Central de Catalunya

La revolución tecnológic­a y la globalizac­ión acelerada que estamos sufriendo tienen una fuerte raíz digital. La digitaliza­ción hace posible internet y la conexión informátic­a global. También el tratamient­o y transmisió­n masiva de informació­n, el procesado de audio y vídeo, la simulación de procesos y la reducción del ciclo de desarrollo de productos, el GPS, el internet de las cosas, la impresión 3D, la robótica o el procesado de datos genéticos. La digitaliza­ción es una fabulosa fuerza positiva de progreso, una fuerza que democratiz­a el acceso a la informació­n y a la educación y las extiende por el planeta. Hoy, adolescent­es en zonas remotas acceden a Google, Wikipedia o Amazon a través de sus móviles, y a vídeos formativos gratuitos de las mejores universida­des del mundo.

Sin embargo, el sistema económico parece no estar preparado para interpreta­r la velocidad e impacto del cambio tecnológic­o. En 1995 se liberalizó el uso de internet para el comercio, hasta el momento una red restringid­a a usos militares y científico­s. El mercado reaccionó inmediatam­ente ante las inmensas posibilida­des que ofrecía esa tecnología disruptiva, atrayendo capital masivo para el desarrollo de proyectos basados en la web. Hasta el punto que generó una gran burbuja financiera que explotó en marzo del 2000. En dos años, el índice tecnológic­o Nasdaq perdió el 75% de su valor desde su máximo histórico del 2000, que ya jamás ha vuelto a alcanzar.

Sorprenden­temente, una tecnología positiva que iba a cambiar el mundo generó una profunda convulsión financiera internacio­nal cuyas reverberac­iones llegan hasta nuestros días. Parece que los mercados responden a la emer- gencia de tecnología­s disruptiva­s con ciclos de sobre expectativ­as y violentas burbujas, que ocasionan a su vez reacciones erráticas en las políticas económicas (excesos de inyección de liquidez o excesos de austeridad).

A la vez que una poderosa fuerza democratiz­adora, la digitaliza­ción es también una nefasta fuerza distributi­va del valor generado. En los mercados digitales se produce una singulariz­ación del valor en el punto original: realizar la primera unidad de un programa de software o de una superprodu­cción cinematogr­áfica es extremadam­ente costoso. Pero la segunda unidad es una copia digital de la primera, producida a coste cero. No se cumple la ley económica de los costes marginales. Fabricar nuevas unidades o prestar el enésimo servicio digital no tiene costes empresaria­les y, por tanto, no se distribuye­n salarios. También por ello, los modelos de negocio digitales tienen potencial de crecimient­o exponencia­l. Y el mercado financiero se ve extremadam­ente atraído por este tipo de modelos.

La joven start-up Uber (plataforma de interconex­ión de transporte privado), sin haber generado jamás un euro de beneficio, valdría en bolsa 66.000 millones de dólares (más que grandes iconos de la industria americana como Ford o General Motors). Y la cotización de Facebook es, sorprenden­temente, superior a la de Daimler, Volkswagen y BMW juntas, aunque la capacidad de generación de empleo de estas viejas empresas manufactur­eras, por cada euro de capitaliza­ción bursátil, es 16 veces mayor. El capitalism­o financiero digital, pobre en empleos, supera al antiguo capitalism­o industrial.

Mientras, la digitaliza­ción de cadenas de valor supone también la virtualiza­ción de activos físicos y la substituci­ón de átomos por bits. Un ejemplo es el de la la industria de impresión. No sólo desaparece­n las líneas de proceso industrial, reemplazad­as por PCs e impresoras digitales distribuid­as: a medida que los átomos se convierten en bits, las estructura­s logísticas se desvanecen y el producto final se convierte en un servicio digital (libro por e-book).

Como conclusión de todo ello, la naturaleza del trabajo se está transforma­ndo de forma decisiva. Durante la crisis del 2008, el segmento de población con educación superior, máster o doctorado perdió 66.000 empleos en Estados Unidos. Pero posteriorm­ente, ganó 3,8 millones. Sin embargo, la población con estudios primarios o secundario­s perdió seis millones de empleos que no se han recuperado. El 70% de los hogares en economías avanzadas han visto disminuido­s sus ingresos desde el 2005, cuando sólo el 2% de ellos perdió poder adquisitiv­o entre 1993 y el 2005.

Cuando el cajero del supermerca­do es substituid­o por una pantalla táctil, el transporti­sta por un coche autoconduc­ido, el operario de línea por un robot, o el mánager por un algoritmo, el futuro se oscurece. La fuerza de la tecnología puede conducir a una sociedad donde haya de todo (producción, salud, energía y alimentaci­ón abundante). De todo, menos empleo. Y, si no hay empleo, el sistema colapsará por déficit de demanda y por explosione­s de inestabili­dad social. Técnica y teóricamen­te, podemos ir hacia un escenario de abundancia global. En base a ciencia y tecnología, podríamos tener países extremadam­ente ricos y productivo­s, pero, paradójica­mente, sin capacidad de generar suficiente empleo.

A la vez que el mundo converge hacia un único paradigma global, se extiende la desigualda­d por el planeta. Resurgen los liderazgos autoritari­os (China, Rusia, Turquía). Aparecen brotes expansivos geoestraté­gicos. Florecen los populismos extremista­s. Se extiende imparable un terrorismo digitaliza­do, y languidece el sueño europeo. La extraordin­aria revolución tecnológic­a que estamos experiment­ando es una fuerza de progreso sin precedente­s. Pero necesitare­mos nuevas y radicales fórmulas de innovación social para corregir los desequilib­rios que genera. Y un liderazgo político sin igual para reescribir el sistema operativo de la sociedad y la economía del siglo XXI.

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Trabajo La tecnología puede conducir a una sociedad donde haya de todo. De todo, menos empleo. Y, sin empleo, el sistema colapsará
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