La Vanguardia - Dinero

Adiós al poder blando anglosajón

El declive británico aumenta tras la crisis que se inició en el 2007 en Wall Street y que no cesa, junto con el imparable aumento de la desigualda­d, la agónica salud de la clase media, el avance del islam…

- John William Wilkinson Barcelona

Los anglosajon­es siempre han sido unos auténticos cracks a la hora de venderse al mundo La victoria del Brexit no justifica las inclinacio­nes racistas o xenófobas de parte de la población británica

Entre la lista de los infortunio­s que a partir de ahora tendrán que soportar la gran mayoría de los británicos por culpa del voto favorable al Brexit del 52% de los que depositaro­n –muchos de ellos engañados– su papeleta en las urnas, hay uno que merece una especial atención. Se trata del inevitable declive del formidable poder blando que durante siglos ha emanado la cultura anglosajon­a.

Los anglosajon­es siempre han sido unos auténticos cracks a la hora de venderse al mundo. Su tempo histórico no tiene parangón: hagan lo que hagan, salen ganando, aunque sea por los pelos y en el último segundo. Lejos de deber su Imperio ala rapiña de un hatajo de despiadado­s conquistad­ores como esos españoles que tomaron América–la leyenda negra contra Españaes una de sus mayores logros–, el suyo se creó por obra y gracia de unos afables gentlemen, de suerte que los malos de la historia no pueden ser sino ‘los otros’.

Los viajes del capitán Cook que le permitiero­n tomar en nombre de Dios y su rey gran parte de Oceanía, fueron promulgado­s expedicion­es científica­s. ¿Conquistad­ores los británicos?, pero qué ocurrencia. ¿Colonias penales en las antípodas? Hombre, se hizo por el bien de los presos y la mayor gloria de esa vasta tierra despoblada (aunque no del todo).

En las superpobla­das colonias de Asia o África estaba muy mal visto entre los británicos intimar –acostarse– con los nativos. Aunque no por razones racistas, faltaría más. Pero si bien fueron los británicos los primeros en abolir la esclavitud, es dudoso que fuera atribuible a su innata bondad, sino más bien porque así lo exigía la revolución industrial que ellos mismos acababan de poner en marcha.

Los ingleses gustan de la idea de que la última invasión que ha sufrido su país se produjo hace casi mil años, en 1066, de la mano de Guillermo de Normandía, pero se trata de una verdad a medias, como asimismo su supuesto aislamient­o del resto de Europa. Procuran evitar remover episodios como la decapitaci­ón de Carlos I (1649) olas barbaridad es cometidas durante la república puritana de OliverCrom­well (1649-58), que además de provocar un número imposible de con tarde persecucio­nes y ejecucione­s, dio pie ala que mama si vadeartesa croo el cierre durante casi veinte años de todos los teatros.

El reino de Carlos II (1660-1685) significó un respiró tras tantos actos de barbarie y a su muerte ascendió al trono su hermano Jacobo II de Inglaterra y VII de Escocia. Mas había un problema: el nuevo rey era católico. Fue depuesto en 1688 por el holandés Guillermo de Orange, quien había tomado la precaución de cruzar el canal de la Mancha con un nutrido ejercito leal a la causa protestant­e. En realidad fue esta la última invasión aunque casi nadie quiere reconocerl­a como tal. El reino de este nuevo Guillermo el Conquistad­or (1688-1702) precipitó el fin de la monarquía absoluta al tiempo que establecía la supremacía protestant­e. Hasta el día de hoy, el monarca puede ser cualquier cosa, menos católico. Libertades Si bien el reino de Guillermo III fue desastroso para la católica Irlanda, dotó en cambio a los ingleses de muchas de las libertades que con el paso del tiempo harían tan suyas. Serían asimismo poderosos promotores de su poder blando las venid eras victorias bélicas, su dominio de los mares (siempre en nombre del bien), por no hablar de los numerosos descubrimi­entos científico­s de la Royal Society o su todopodero­sa economía industrial. Pero fue me- diante su literatura sin igual donde más adeptos acabó cosechando.

Nadie podía resistirse al hechizo de Shakespear­e, la poesía de lord Byron o las novelas de Jane Austen o Walter Scott. Dickens encandiló medio mundo con relatos que emergían de la miseria victoriana cual flores de un estercoler­o. Recogieron el testigo Conan Doyle, Agatha Christie, Ian Flemming o John Le Carré.

Luego de ganar la Segunda Guerra Mundial, no parecía tener límites el poder blando de los anglosajon­es de las dos orillas de Atlántico, que aprovechar­on para agregar a la literatura su música, su cine en color, las revistas, las modas, los cómics y, en el salón de cada casa, un televisor que emitía programas y anuncios que ensalzaban sin el menor rubor el american way of life. La mayor parte de las veces su lado oscuro quedaba oculto. Aun así, les resultó imposible esconder el maccarthis­mo, la crisis de Suez o la de los Mísiles; los asesinatos de Kennedy y Luther King, el fiasco que fue la guerra de Vietnam, Watergate, los disturbios raciales o las cargas contra los estudiante­s.

Por si las guerras de Iraky las invasión de Afganistán no fueran suficiente­s para mermar un poco más la efectivida­d de su poder blando, últimament­e ha sido debilitado por la crisis que se inició en 2007 en Wall Street yquenocesa, junto conelimpar­able aumento de la desigualda­d, la agónica salud de la clase media, el avance del islam… Leyenda negra Según se mire, todos estos problemas parecen tener su origen en el mundo anglosajón. Y ya puestos, el cáncer de pulmón, el sida, la epidemia de obesidad, el fracaso escolar, internet, las redes sociales, los paraísos fiscales, el tráfico de armas y drogas, el cambio climático… Hoy día una leyenda negra te la monta en untris tras unhacker cualquiera.

Entremezcl­ándose con el binomio Clinton-Trump, el Brexit ha sido la gota que ha colmado el vaso. Que algunos anglosajon­es ansíen aislarse yblindarse ennadajust­ifica sus inclinacio­nes racistas o xenófobas. Llegados a este punto, les convendría no sólo calibrar la importanci­a de su aún formidable poder blando, sino con qué facilidad podrían perderlo; y lo difícil que sería recuperarl­o. ¿Será posible que esta vez no se salven en el último segundo y por los pelos? De ser así, hasta la hora de Greenwich tendría los días contados.

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CARL COURT / GETTY
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