Trump, el populista que no quiso serlo
Los ataques a Wall Street y a la globalización de los mercados torpedean la victoria del candidato republicano
Tras su victoria contundente en las primarias republicanas, Donald Trump tenía la opción de incorporarse a la venerada historia del populismo estadounidense. Junto a Andrew Jackson, por ejemplo, el especulador del suelo en el sur profundo que llegó a la Casa Blanca en 1829 con un discurso visceral contra la elite especuladora. O Willam Jenkins Bryan, el demócrata de Nebraska que lideró las masas empobrecidas del Medio Oeste contra el odiado patrón oro y la ortodoxia de banqueros como JP Morgan y los grandes plutócratas de aquella edad de oro y desigualdad: Andrew Carnegie, David Rockefeller, Andrew Mellon. O Huey P Long, el gobernador de Luisiana en los años de la Gran Depresión, mujeriego, de gustos discutibles, apodado el Kingfisher porque prometía un mundo en el cual cada hombre humilde sería el rey, y amenazaba con clavar en la pared a los banqueros de Wall Street.
Tras romper en dos al partido republicano en las primarias y fomentar la rebelión de una nueva identidad política en Estados Unidos, la trágica y resentida “clase obrera blanca”, la estrategia de Trump parecía obvia. Ahora pasaría por la izquierda a Hillary Clinton en áreas como salarios, impuestos, globalización y defensa del sistema de protección social en Estados Unidos. Con un fuerte discurso en contra de los bancos de Wall Street, y la llamada elite progresista. Se convertiría en el candidato de las clases sometidas contra la élite de una sociedad dividida entre el 1% y el 99%.Y ganaría. Quizás blandiría como arma el libro El nuevo conflicto de clases, del pensador conservador y anti élite californiano Joel Kotkin, junto a su pro- pia obra Mis mejores consejos sobre el golf. Esto, combinado con un discurso xenófobo, anti inmigrante y más o menos racista sería la fórmula perfecta para su asalto a la Casa Blanca, siguiendo el ejemplo de las rebeliones del Brexit y de los populistas de derechas en Europa del Este que han fusionado con destreza la socialdemocracia y el racismo.
Pero Trump no lo hizo. Consultó con un grupo de economistas de la ya trasnochada escuela reaganiana de oferta, más pasada de moda que los trajes, el peinado, y las jactancias machistas del magnate inmobiliario, y anunció enormes recortes de impuestos para los contribuyentes que más ganan y para sus capitales. Empezó a basar su aparente rebelión en la idea que existía una sobregulación de las grandes empresas y los bancos sólo siete años después de la quiebra de un sistema financiero desregulado hasta niveles temerarios por la Administración de Bill Clinton. En los años ochenta, el ideario thatcherista quizás habría podido colarse en el populismo de derechas. Pero el 2016 no es 1979. Como si pensara más en su propia declaración de la renta –Trump declaró pérdidas por 1.000 millones de dólares tras la quiebra de su grupo inmobiliario con el fin de evitar impuestos– el inmobiliario incorporó extrañas anomalías a su programa de reforma tributaria que parecían diseñadas precisamente para proteger a magnates inmobiliarios como el líder republicano. La no tributación, por ejemplo, de los llamados negocios pass-through, es decir las docenas de filiales o socios en su emporio, muchos registrados en el centro offshore de Delaware. Trump propone recortar el impuesto de sociedades al 15% y el tipo superior del impuesto de la renta a solo el 25%. En modo mas populista dice que 75 millones de familias de renta baja dejarían de pagar impuestos bajo su plan. Analistas independientes han calculado que los costes del plan rebasarán los 5 billones (con B) de dólares, que supondrían un aumento del 40% de la deuda pública (13 billones de dólares).
“Trump se presentó como el candidato contra la élite; pero luego hizo un giro y empezó a decir que el problema es que las grandes empresas están sometidos a demasiada regulación y demasiados impuestos”, explica Larry Mishel , el presidente del Instituto de Política Económica (EPI) en Wáshington. “Si eres populista tienes que reconocer que existe un desequilibrio del poder entre trabajadores y sus empresas. Pero Trump defiende toda la legislación antisindical en Estados Unidos; se ha opuesto a una nueva regulación que defiende el derecho a cobrar más por horas extra; y sus posiciones respecto a las subidas del salario mínimo son incoherentes”.
Trump mantuvo, eso sí, su compromiso por desmantelar la arquitectura de la globalización de Davos, los acuerdos entre gobiernos y multinacionales plasmadas en tratados como el