La sociedad surgida del Antiguo Régimen insistió como reacción en los derechos individuales
La vida del historiador R.H. Tawney fue extraordinaria. Como señalaba un popular colega suyo, los profesores de historia no suelen comenzar sus carreras como trabajadores sociales en el East End londinense. Pocos van a enseñar Historia y Economía a los obreros. Habitualmente no luchan en la batalla del Somme, de la que salió vivamente afectado. Pocos escriben el manifiesto electoral de uno de los dos grandes partidos de su país, en este caso, el Partido Laborista. Ni escriben clásicos sobre la economía china siendo profesores de historia británica. Y sus amigos más cercanos no suelen ser el arzobispo de Canterbury o el hombre que diseñó el Estado del bienestar británico –e inspiró unos cuantos más–, William Beveridge, con cuya hermana se casó.
Richard Henry Tawney lo hizo. Y representó en el alma del laborismo británico la posibilidad de renegar del marxismo sin confiarse a la mera benevolencia del liberalismo. Profesor de la London School of Economics durante tres décadas, Tawney (1880-1962) fue un socialista cristiano que tras su experiencia en la Asociación de Educación para Adultos y en las trincheras ensangrentadas de la Primera Guerra Mundial creía urgentes cambios de calado a un sistema capitalista que alentabaqueelpodereconómicono tuviera ningúntipoderesponsabilidad social.
En La sociedad adquisitiva, un libro del 1920 que se convirtió en un clásico ya durante la vida del autor, Tawney dice que para salir de la encrucijada –y es obvio que hoy se vive otra– hay que volver a los principios. Que uno puede –y curiosamente todos los discursos políticos lo repiten hoy también una y otra vez– repetir “comocotorras” las palabras productividad –que, ironiza, ya es la base sobre la que se funda la vida económica desde hace décadas, unas décadas que han sido el momentodemásagudodescontento social– y disminución de la pobreza, que es síntoma y consecuencia de un desorden social. La abundancia es buena y la escasez mala, es obvio, señala, pero es mucho lo que esa abundanciadependedelesfuerzo cooperativo y mucho lo que la cooperación debe a los principios morales, justo lo quelos reformistas quelosolucionantodoconmásproductividad suelen despreciar.
Las nuevas sociedades industriales, dice, nacieron de las ruinas del Antiguo Régimen y su absolutismo y es lógico que como reacción la nota dominante en ellas haya sido la insistencia sobre los derechos individuales, independientemente del fin social al que pueda conducir su ejercicio. Pero esas ideas no han funcionado y necesitan una corrección. Que no es el marxismo, pero sí tener claro que la función de la industria, de la economía, es servir, y que su método es la asociación. Y porque su función es servir tiene derechos y obligaciones, “y la desatención de éstos lleva consigo el privilegio”. La industria debe estar subordinada a la comunidad. Y las partes que componen esa industria, propietarios, gerentes y trabajadores, tienen derechos y obligaciones mutuos. Un programa, sin duda, que tiene aún mucho recorrido.