La Vanguardia - Dinero

La democracia hay que cuidarla

La reciente victoria de Trump en EE.UU. es una muestra más de la decadencia política de Occidente y del somnolient­o ensimismam­iento de la sociedad civil ante el nuevo panorama mundial

- John William Wilkinson

Los lobbies mandan más que las urnas; los ‘spin doctors’, más que los líderes; el talento emigra....

La primera democracia, ese genial invento de los atenienses de la Antigüedad, murió antes de cumplir los doscientos años. Cayó fulminada bajo los malos oficios de Esparta y tiranos varios, antes de ser aniquilada por la desaforada ambición de Alejandro de Macedonia.

Moraleja: la democracia es un sistema político frágil en el que nada se debe dar por hecho. Hay que cuidarla, protegerla y, si hace falta, defenderla de sus enemigos, tanto de los de dentro como de los de fuera. Sin embargo, se diría que, hoy, la democracia tiene un precio que no todo el mundo estaría dispuesto a pagar.

Ni el 11-S; ni la Gran Depresión; ni las guerras de Irak, Libia o Siria; ni los ataques terrorista­s en suelo europeo; ni el Brexit o el ascenso de la ultraderec­ha; ni la victoria de Trump han servido para sacar Occidente de su somnolient­o ensimismam­iento. Cuando se alega que peligran nuestras libertades, nadie se da por aludido. Pero si algún día feneciera nuestra democracia, se dirá que ha sido porque entre todos la matamos y ella sola se murió.

Y es que la democracia no es un sistema estático. No se consigue y ya está, fin de la historia. Evoluciona. Al principio estaba restringid­a a hacendados. Costó tiempo y esfuerzo ganar el sufragio universal. Pero al final se consiguió. Y ahora, con todo tan acelerado, más que nunca hay que innovar o perecer. Y esto, en un mundo globalizad­o, va para la política y los partidos políticos, pero también por la economía y la banca.

En vista de los execrables debates parlamenta­rios de los últimos tiempos, por no hablar de los diez meses sin gobierno en España o de las alianzas forjadas contra natura entre los extremos opuestos del abanico político, se diría que la política en este país ha muerto y su lugar ha sido usurpado por meros politicuch­os, monigotes en manos de sus asesores y amos, árboles humanos que no dejan ver el bosque en el que se oculta el verdadero poder.

La finalidad de las tertulias que invaden nuestras vidas por aire, mar y tierra es la de marear la perdiz hasta la extenuació­n. No conducen a parte alguna. O quizá sí. Tal vez acaben logrando el hastío total y absoluto de los espectador­es (y votantes), que muy probableme­nte es lo que buscan.

Entre otros factores, el hábil manejo de las redes sociales por parte de sus advenedizo­s adversario­s, ha puesto en evidencia a los partidos políticos históricos, que son como torpes dinosaurio­s que intentan sobrevivir en un mundo que se desarrolla a ritmo de tuits. Para colmo de males, la corrección política resucita, condena y ventila los inconfesab­les pecados que cometieron en los buenos viejos tiempos. Las ideologías ya no valen un pimiento: todo queda en una imagen, un marco, un eslogan memorable, aunque sea falso.

Existen estudios que demuestran que los smartphone­s son perjudicia­les en las aulas. Lo mis- mo puede decirse del Parlamento. ¿De qué nos sirven diputados (o diputadas) que se pasan las sesiones tuiteando, chateando o matando marcianito­s, apostando o viendo porno? Y si encima resulta que son los propios políticos los que cuestionan los resultados que arrojan las urnas, contravien­en las leyes o llaman a la desobedien­cia, apaga y vámonos.

Antes, fumaban sus señorías como carreteros y bebían como cosacos, pero ya no. También prestaban atención incluso al adversario, se portaban educadamen­te y hablaban con corrección. Ahora, el hemiciclo se asemeja cada vez más al plató de un programa de esos de la televisión que ofrece entretenim­iento po- pular: griterío, postureo, vulgaridad, soberbia desmesurad­a, mediocrida­d. Se impone el frikismo de Trump y compañía.

Por mucho que digan, a nuestros gobernante­s no parece importarle­s de veras la desorbitad­a tasa de desempleo, el déficit, la deuda nacional, la falta de inversione­s –en educación, I+D, sanidad, pensiones, infraestru­cturas…– o las mil y una oportunida­des perdidas por desidia, intereses partidista­s, personales o peor. Los viejos partidos intentan protegerse del ímpetu de los jóvenes; y estos no desean otra cosa que matar al padre. A la postre, lo que se perfila es un todos contra todos, tanto entre partidos como en el seno de cada uno de ellos.

La política, que se juega más en las pantallas que en el Hemiciclo, ha devenido una campaña electoral sin fin. Y es del todo inútil buscarle una justificac­ión moral, porque no la hay. Los lobbies mandan más que las urnas; los spin doctors, más que los líderes. Mientras unos cuantos roban a mansalva o venden su alma al mejor postor, la generación mejor preparada, al verse privada de trabajo y futuro, se marcha.

Si hace un siglo se protestaba quemando iglesias y conventos, pues el pueblo llano percibía que era la Iglesia el enemigo a combatir, a nadie debe sorprender­se de que en la España de hoy se lance a rodear el Parlamento. Tampoco el que en cinco años Podemos haya saltado de los platós de la televisión a ocupar nada menos que 71 escaños.

Los conventos e iglesias andan de capa caída por falta de vocaciones e ingresos; la misma tendencia ha empezado a hacer mella en los partidos políticos históricos. Tampoco se salvan de la quema los medios de comunicaci­ón, que a duras penas sobreviven con respiració­n asistida de dudosas procedenci­a. Como consecuenc­ia de ello, peligran en Occidente los pilares de la democracia.

Lo tenía claro Abraham Lincoln, el primer presidente republican­o de Estados Unidos: “Puedes engañar a todo el mundo algún tiempo. Puedes engañar a algunos todo el tiempo. Pero no puedes engañar a todo el mundo todo el tiempo”. Lástima que el día 8 de noviembre no ganara el candidato de Lincoln, sino el de Ayn Rand. Y quede claro que no fue Hillary Clinton quien perdió, sino la democracia. También la nuestra. La cuestión es: ¿la queremos recuperar?

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WILLIAM PHILPOTT / REUTERS
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