Astronomía versus astrología
Por mucho que la Academia sueca anuncie todos los años el premio Nobel de las Ciencias Económicas, estas no han dejado de ser harto inexactas
Los conocimientos científicos otorgan poder al que los posee. Mas incluso las ciencias más exactas pueden ser interpretadas de distintas maneras, a veces con catastróficas consecuencias.
Fray Bartolomé Arrazola –un personaje de un microrrelato de Augusto Monterroso– es apresado por los indios en la selva guatemalteca. A punto de ser atrozmente sacrificado a manos de sus captores, recuerda, gracias a Aristóteles, que ese día se esperaba un eclipse total de sol. Emplea aquel conocimiento para engañar y salvar la vida.
El eclipse se produce cuando el corazón del religioso chorrea sangre sobre la piedra de los sacrificios mientras uno de los indígenas recita la infinita lista de eclipses solares y lunares que los astrónomos mayas han calculado sin la ayuda de Aristóteles.
Si algo así puede suceder en el campo de la astronomía, se puede esperar cualquier sorpresa en el de la astrología. Pero resulta que vivimos en un mundo en el que se les hace cada vez más caso a los astrólogos que a los astrónomos. Dicho de otro modo, predominan las meras disciplinas o ciencias inexactas sobre las exactas, que, por desgracia general, a la mayo- ría de los mortales se les antojan difíciles y aburridas.
En pleno siglo XXI, las ondas radiofónicas, los rayos catódicos e internet emiten un sinfín de anuncios de crecepelos, milagrosos comprimidos que te devuelven la memoria perdida, sobrecitos que te harán adelgazar cinco kilos en tres días, fabulosos planes de pensiones…
Durante las pausas hablan los expertos, y los hay de todos los tamaños y colores. Charlatanes, la mayoría. A la hora de decir san- deces, los locuaces divulgadores de las Ciencias Económicas rivalizan con los comentaristas políticos o deportivos.
Por mucho que la Academia sueca anuncie todos los años desde 1969 el premio Nobel de las Ciencias Económicas, estas no han dejado de ser, ni por un instante, harto inexactas. Donde fulano exalta las teorías de Hayek, mengano se declara acérrimo keynesiano y zutano clama por el fin de los impuestos. ¿A usted no le gusta Yale? Pues tome tres ta- zas de Chicago. Eso sí, hubo un puñado de economistas –a los que nadie hizo el menor caso– que advirtieron del crac del 2008. Llámese chiripa.
Son igualmente escasos los aciertos de las agencias que se dedican a la calificación de riesgos, sobre todo a la hora de la verdad. Lo mismo puede decirse de las empresas que prestan servicios de auditoría o consultoría. También se equivocan –o engañan a sus clientes– los bancos. Da igual: cuando las cosas se ponen feas, huyen con el botín los que han perpetrado el desfalco.
Tampoco acertaron mucho los antiguos sovietólogos. Pero cuando de pronto se vino abajo el muro de Berlín, estos al menos supieron reciclarse en sesudos expertos en cualquier otro campo que les permitiera mantener el mismo tren de vida al que tan ricamente estaban acostumbrados.
Las ciencias exactas son harina de otro costal: cuando yerra en el cálculo un matemático o astrónomo, sus colegas salen en tromba a acusarle de embustero, farsante, tramposo. Suele significar el abrupto y vergonzoso fin de su carrera. En los últimos tiempos, empero, los matemáticos más brillantes, sean o no honrados, han encontrado un filón en el frenético concurso de los algoritmos, que nadie sabe adónde nos van a llevar.
Esta era nuestra ha caído en manos de vendedores de humo, nigromantes, trileros. Los bulos más esperpénticos circulan a la velocidad de la luz. Por cada cinco expertos que nos advierten de las consecuencias del cambio climático, hay otros cinco –y con ellos los inefables Donald Trump y Scott Pruitt– que nos aseguran que no es verdad, que no es más que una patraña.
Don Draper, mal visto
Sea como sea, se diría que este siglo XXI tiene ganas de corregir algunos de los errores del XX. Desde el tabaco y el alcohol, pasando por el automóvil, están mal vistos los vicios de los desaforados personajes de la serie Mad
men. Aquellos publicistas sin escrúpulos de la avenida Madison como Don Draper buscaban la manera de viciar al personal con los productos –algunos se sabían muy dañinos– de las grandes empresas; mientras que los de ahora lo hacen desde los despachos del poder.
El populismo consiste en apostar por un extremo, no importa cuál: a fin de cuentas, y como queda cada vez más patente, los extremos acaban tocándose. Quien sale perdiendo es la esforzada y desorientada clase media que, con sus sueños rotos y su percepción del futuro ya hecha añicos, sigue los pasos de la desaparecida clase obrera.
Puede que, al igual que le pasó a fray Bartolomé Arrazola, acabemos muriendo a manos de la astronomía, pero es preferible correr ese riesgo que ser aniquilados por los astrólogos populistas, que sólo aciertan cuando se equivocan.
Algunos divulgadores de economía rivalizan en sandeces con tertulianos políticos o deportivos Estamos en manos de los trileros. Los bulos más grotescos circulan a la velocidad de la luz El populismo consiste en apostar por un extremo; da igual cuál. Al final, los extremos se tocan