Mariano Marzo
¿Qué batería tendríamos?
Antes de la Revolución Industrial, el desarrollo de las sociedades humanas quedaba acotado por la tasa a la que estas eran capaces de aprovechar la radiación solar. La producción de alimentos y de combustibles quedaba limitada por la baja eficiencia de la fotosíntesis; el almacenamiento de la energía estaba seriamente coartado por la baja densidad energética de la biomasa y la escasa potencia específica de las principales fuerzas motrices (los músculos de humanos y animales de tiro).
La extracción a gran escala y la combustión del carbón, petróleo y gas natural significaron un cambio fundamental. Desde hace más de 3.000 millones de años, la Tierra ha venido almacenando energía solar en los enlaces químicos de los átomos de hidrógeno y carbono que integran las moléculas de los hidrocarburos o combustibles fósiles. La civilización moderna basa su esplendor en el uso de este legado solar atesorado en el subsuelo. El problema es que su combustión calienta el planeta, por lo que resulta perentorio emprender la transición hacia un modelo energético más eficiente. Una transición que no va a ser fácil ni rápida. Entre otras razones porque las denominadas “energías limpias” (renovables y nuclear) nos sirven mayoritariamente para generar electricidad, cuyo almacenamiento a gran escala constituye todavía un desafío científico y tecnológico.
Cuando se postula un modelo energético “100% renovable” debería aclararse, sin confundir deseos con realidades, como se piensa almacenar la electricidad generada. No hace mucho, a propósito de la transición emprendida en Dinamarca, alguien me comentaba que ésta contaba con la “batería” de la hidroelectricidad noruega y con el alto grado de interconexión de los países nórdicos. ¿Cuál sería nuestra “batería” a corto y medio plazo?