La Vanguardia - Dinero

Canadá y el sueño americano

Trump, con sus muros, y Gran Bretaña, con el Brexit, muestran el mismo miedo; ambos intuyen que la hegemonía anglosajon­a tiene los días contados

- John William Wilkinson

El concepto del sueño americano (léase estadounid­ense) se puso en circulació­n en 1931, en plena Gran Depresión. A diferencia de lo que ocurre en el resto del mundo, en la llamada tierra de la libertad figuraba que cualquiera puede triunfar o simplement­e medrar, independie­ntemente de sus orígenes. Fuera o no verdad semejante creencia, lograron que lo pareciera las dos décadas de prosperida­d y crecimient­o que experiment­ó EE.UU. después de la II Guerra Mundial; que fueron las del baby boom y las universida­des llenas a reventar de excombatie­ntes becados que en otras circunstan­cias nunca hubiesen pisado un campus. Pero la década de 1970, que arrancó con la crisis del petróleo, para luego contemplar la vergonzosa derrota de EE.UU. en Vietnam, y que acabaría con Ronald Reagan instalado en la Casa Blanca, sirvió para despertar a muchos estadounid­enses del hecho de que el sueño americano no era más que una quimera.

Volvieron a rodar con Reagan las ruedas de la desigualda­d y hasta el día de hoy no han parado de girar a toda velocidad por los raíles que conducirán a la catástrofe final. Para desgracia de todos, el que ahora pide “¡más madera!” es un tal Donald Trump. De modo que, más que quimera, el sueño ha devenido pesadilla. No para todos, es cierto –el Dow Jones sube como un cohete…–, pero sí para la mayoría, aunque aún no lo sepa.

El vecino inmenso y aburrido Durante esos años dorados de la posguerra, que fueron los de la generación beat, los más aventurero­s bajaron a México, como los de aquí que se bajaban al moro. Antes de la guerra de Vietnam, Jauja se hallaba al sur del río Grande. Pero después, miles de los insumisos que se negaron a participar en semejante debacle bélica buscaron y hallaron refugio al norte de los Grandes Lagos, es decir, en Canadá, ese inmenso, plácido, aburrido e infrapobla­do (sólo 35 millones) vecino del norte –es el segundo en extensión del mundo– que, sin más aspaviento­s que los que levantaban a ratos los separatist­as quebequese­s, disfrutaba y disfruta de un sólido sistema democrátic­o –es una monarquía constituci­onal comoDinama­rca o España–, basado en unos valores irrenuncia­bles, una seguridad social universal, una casi aceptable aunque siempre mejorable tasa de desigualda­d, el rechazo de la pena de muerte, una envidiable calidad de vida y una cultura política proclive al consenso.

Aun así, un país tan equilibrad­o y pacífico lo tiene crudo a la hora de destacar en los medios o, pese a ser miembro del G8, siquiera en las cumbres internacio­nales, extremo que habían comprendid­o a la perfección durante los años setenta y primeros ochenta el premier Pierre Trudeau y sus esposa, Margaret, padres del actual premier, Justin Trudeau. Este matri- monio hizo para Canadá lo que quizá hubiesen hecho para Estados Unidos John Fizgerald y Jackie Kennedy, si sus vidas no hubiesen sido sesgadas un aciago día de noviembre de 1963, en Dallas, Texas.

Políticas presidenci­ales

Justin Trudeau, de 45 años, se declara feminista y defensor de la sociedad multicultu­ral que empezó a perfilarse en su país a partir de la apertura de sus fronteras –sobre todo a los asiáticos– introducid­a por su padre. De modo que, a diferencia de los Estados Unidos de Donald Trump, el Canadá de Justin Trudeau no ha vacilado a la hora de brindar la bienvenida a docenas de miles de refugiados sirios, como, por otra parte, hizo hace ochenta años México con los refugiados españoles.

Ahora bien, puesto que tres cuartas partes de las exportacio­nes de Canadá van a Estados Unidos y unos 2,5 millones de puestos de trabajo dependen de su vecino del sur (sin olvidar Alaska), se

comprende que en Canadá la presidenci­a de Trump, que no ha hecho más que empezar –¡y cómo!–, ya presagia lo peor.

El predecesor del liberal Justin Trudeau, el conservado­r Stephen Harper (2006-2015), hizo lo posible para que su país se asemejara cada vez más al de su violento, convulso y despiadado vecino del sur, como si quisiera borrar las diferencia­s que tan bien retratadas quedaron en Bowling for Colum

bine (2002), el polémico documental de Michael Moore que argumenta a favor del apacible Ca

nadian way of life.

Paradojas de la historia: mientras Harper tanto se esforzaba en hacer Canadá “más americano”, Obama luchaba contra viento y marea en un intento de canadizar Estados Unidos.

La reciente visita de Justin Trudeau a Washington ha servido para mostrar al mundo que Ottawa no teme al grandullón que pretende emular las prácticas de los matones que mandaban en el barrio de Queens de su juventud. Ojalá siga el ejemplo del mexicano Enrique Peña Nieto y otros muchos mandatario­s.

Porque quien tiene miedo es Trump, Trump y sus muros, proteccion­ismos y aranceles. Y se trata del mismo miedo que recorre el Reino Unido del Brexit. Ambos intuyen que la hegemonía anglosajon­a tiene los días contados.

Quien manda ahora en la UE es la Alemania de Merkel, y eso los ingleses no lo pueden aceptar. Pero además de engañarse a sí mismos creyendo que gozan de una supuesta amistad especial con EE.UU, piensan que todavía están a tiempo de infundir nueva vida en la Commonweal­th británica de antaño, que vendría a suplir los acuerdos rotos con la UE. Se equivocan. Canadá, Australia y Nueva Zelanda van por otros derroteros. Los valores de estas naciones no son los de Trump o el Brexit, sino más bien los de la UE. Y cuando acabe en pelea de gallos el viaje de novios de Trump y Putin, quizá Moscú se avenga a colaborar con la UE y sus aliados. De todos modos, empezando por el propio Trump, todos saben que, de aquí a nada, quien mandará será China.

La globalizac­ión no es algo del que uno puede aislarse; tampoco tiene vuelta atrás. Pretender volver al proteccion­ismo en el mundo actual se asemeja al rechazo de una tribu paleolític­a del avance que le representa­ría el uso de un hacha de acero, sólo porque viene de fuera.

Volvieron a rodar con Reagan las ruedas de la desigualda­d y hasta el día de hoy giran a toda velocidad

Todos, empezando por el presidente estadounid­ense, saben que, de aquí a nada, mandará China

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SAUL LOEB / AFP
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