Economía gig: luces y sombras
“Ryan Heenan trabaja cuando sea y donde sea. Es compositor y vende melodías por encargo y vídeos online en todo el mundo. ‘Es de verdad un sueño hecho realidad’, dice Heenan, ‘me da libertad de organizarme el tiempo, y puedo hacer lo que hago donde sea que haya una conexión de internet’”.
El párrafo anterior proviene de la página del Departamento de Trabajo de Estados Unidos sobre la economía gig, un concepto que se refiere al hecho de que cada vez más personas trabajan en encargos puntuales, muy a menudo conseguidos a través de la red.
McKinsey ha estimado que entre un 20% y un 30% de la fuerza laboral a ambos lados del Atlántico trabaja de una manera u otra bajo demanda. Su conclusión es que “trabajar de nueve a cinco para una sola empresa se parece muy poco a la manera como se gana la vida una parte sustancial de la población hoy en día”.
El fenómeno, obviamente, no es nuevo. Ya había profesionales liberales cuando el grueso de la fuerza laboral trabajaba en fábricas o en oficinas de nueve a cinco: la empresa confiaba en un abogado externo para formalizar operaciones o para llevar los litigios. Lo que es nuevo es la proporción de unos y otros. Las fábricas y las oficinas estaban llenas de personas que ejecutaban tareas relativamente rutinarias que están siendo sustituidas por la inteligencia artificial (los robots). En cambio, es más difícil sustituir los trabajadores con talento que solucionan problemas puntuales.
Además, la informática ha favorecido la expansión de la economía bajo demanda de dos maneras. En primer lugar, creando puestos de trabajo propios: las pymes necesitan una web propia y un técnico de sistemas, pero no necesitan ninguna de estas personas en plantilla. En segundo lugar, internet ha facilitado enormemente la conexión entre el experto autónomo y el demandante esporádico.
Hasta aquí, pues, todo positivo: los profesionales liberales tienen acceso a más clientes potenciales, lo que minimiza el riesgo de una vida laboral que tiene como ventajas la libertad y la variedad; y los clientes pueden acceder a una mayor y mejor oferta de profesionales y, por tanto, están menos presionados para retenerlos.
Ahora bien, la economía gig es también la economía colaborativa de los Uber y los Glovo, que no ofrecen talento, sino mano de obra poco cualificada, y estas no suscitan una simpatía tan universal.
Los defensores de las plataformas lo hacen con dos argumentos: ofrecen un servicio más barato que las alternativas tradicionales, lo que es beneficioso para el consumidor; y permiten que los particulares rentabilicen su tiempo y sus activos. El caso del taxi, con una oferta limitada mediante licencias municipales, es paradigmático.
Por su parte, los ataques a las plataformas vienen desde tres flancos.
El primero se refiere a los aspectos laborales. Las plataformas defienden que ellas ponen en contacto profesionales autónomos con sus clientes, y que, por tanto, no tienen una relación laboral con los primeros, ni, por tanto, están obligadas a cumplir la normativa laboral.
En muchos casos, sin embargo, los contratos que las vinculan con los profesionales convierten a estos en lo que aquí denominamos falsos autónomos. Por este motivo se suceden las sentencias que establecen que, en realidad, los profesionales son trabajadores de la plataforma. Así, por ejemplo, y sólo en el Reino Unido y en el campo del transporte urbano, en los últimos doce meses Uber, CitySprint, Excel, eCourier y Addison Lee han recibido sentencias que les dicen que sus conductores deben cobrar el salario mínimo, disfrutar de vacaciones pagadas y cotizar como empleados. Por su parte, la agencia suiza que gestiona el subsidio por accidentes laborales también dictaminó, en mayo de 2006, que los conductores de Uber eran empleados de esta compañía.
Estas decisiones –algunas de ellas pendientes de apelación– pueden suponer un golpe fatal para el modelo de negocio de las plataformas por la sencilla razón de que éste se fundamenta no en una aportación tecnológica que aumente la productividad de nadie (los conductores de Uber no llevan más pasajeros más deprisa que los taxistas), sino en el hecho de que los profesionales ganan y cotizan poco. Según el sindicato del transporte británico GMB, un conductor de Uber gana dos terceras partes del salario mínimo (5£/ hora en vez de 7,5), y según el diputado laborista que lideró un informe parlamentario, Frank Field, los conductores de Uber “son tratados como los proletarios ( sweated labor) de la época victoriana”.
El segundo frente de ataque, muy relacionado con el anterior, se refiere a que las plataformas pueden ofrecer servicios muy baratos a base de parasitar el Estado del Bienestar, y, en particular, el complemento a los salarios bajos existente en el Reino Unido (y que aquí quiere introducir Cs).
Un informe del Parlamento del mes de mayo concluye que “el gobierno debe cerrar los agujeros que permiten actividades de falsos autónomos que representan un sobre coste para el estado del bienestar mientras, simultáneamente, reducen los ingresos fiscales que lo sustentan”.
Finalmente, el tercer frente se refiere al incumplimiento de regulaciones de seguridad. Por este motivo, hace un mes la autoridad del transporte de Londres ha decidido no renovar la licencia a Uber.
Este último golpe ha hecho que el nuevo consejero delegado de Uber haya aparcado la habitual arrogancia, se haya excusado en público y en una nota a sus empleados haya dicho que “en el futuro, es fundamental que [...] aprendamos a ser un mejor socio en cada ciudad donde operamos”. Buenos deseos que deberían alertarnos: las plataformas destruirán todo lo que se les ponga por delante si no hay una autoridad que los obligue a ser “un mejor socio” de la ciudad.