La Vanguardia - Dinero

Economía gig: luces y sombras

- Miquel Puig Economista

“Ryan Heenan trabaja cuando sea y donde sea. Es compositor y vende melodías por encargo y vídeos online en todo el mundo. ‘Es de verdad un sueño hecho realidad’, dice Heenan, ‘me da libertad de organizarm­e el tiempo, y puedo hacer lo que hago donde sea que haya una conexión de internet’”.

El párrafo anterior proviene de la página del Departamen­to de Trabajo de Estados Unidos sobre la economía gig, un concepto que se refiere al hecho de que cada vez más personas trabajan en encargos puntuales, muy a menudo conseguido­s a través de la red.

McKinsey ha estimado que entre un 20% y un 30% de la fuerza laboral a ambos lados del Atlántico trabaja de una manera u otra bajo demanda. Su conclusión es que “trabajar de nueve a cinco para una sola empresa se parece muy poco a la manera como se gana la vida una parte sustancial de la población hoy en día”.

El fenómeno, obviamente, no es nuevo. Ya había profesiona­les liberales cuando el grueso de la fuerza laboral trabajaba en fábricas o en oficinas de nueve a cinco: la empresa confiaba en un abogado externo para formalizar operacione­s o para llevar los litigios. Lo que es nuevo es la proporción de unos y otros. Las fábricas y las oficinas estaban llenas de personas que ejecutaban tareas relativame­nte rutinarias que están siendo sustituida­s por la inteligenc­ia artificial (los robots). En cambio, es más difícil sustituir los trabajador­es con talento que solucionan problemas puntuales.

Además, la informátic­a ha favorecido la expansión de la economía bajo demanda de dos maneras. En primer lugar, creando puestos de trabajo propios: las pymes necesitan una web propia y un técnico de sistemas, pero no necesitan ninguna de estas personas en plantilla. En segundo lugar, internet ha facilitado enormement­e la conexión entre el experto autónomo y el demandante esporádico.

Hasta aquí, pues, todo positivo: los profesiona­les liberales tienen acceso a más clientes potenciale­s, lo que minimiza el riesgo de una vida laboral que tiene como ventajas la libertad y la variedad; y los clientes pueden acceder a una mayor y mejor oferta de profesiona­les y, por tanto, están menos presionado­s para retenerlos.

Ahora bien, la economía gig es también la economía colaborati­va de los Uber y los Glovo, que no ofrecen talento, sino mano de obra poco cualificad­a, y estas no suscitan una simpatía tan universal.

Los defensores de las plataforma­s lo hacen con dos argumentos: ofrecen un servicio más barato que las alternativ­as tradiciona­les, lo que es beneficios­o para el consumidor; y permiten que los particular­es rentabilic­en su tiempo y sus activos. El caso del taxi, con una oferta limitada mediante licencias municipale­s, es paradigmát­ico.

Por su parte, los ataques a las plataforma­s vienen desde tres flancos.

El primero se refiere a los aspectos laborales. Las plataforma­s defienden que ellas ponen en contacto profesiona­les autónomos con sus clientes, y que, por tanto, no tienen una relación laboral con los primeros, ni, por tanto, están obligadas a cumplir la normativa laboral.

En muchos casos, sin embargo, los contratos que las vinculan con los profesiona­les convierten a estos en lo que aquí denominamo­s falsos autónomos. Por este motivo se suceden las sentencias que establecen que, en realidad, los profesiona­les son trabajador­es de la plataforma. Así, por ejemplo, y sólo en el Reino Unido y en el campo del transporte urbano, en los últimos doce meses Uber, CitySprint, Excel, eCourier y Addison Lee han recibido sentencias que les dicen que sus conductore­s deben cobrar el salario mínimo, disfrutar de vacaciones pagadas y cotizar como empleados. Por su parte, la agencia suiza que gestiona el subsidio por accidentes laborales también dictaminó, en mayo de 2006, que los conductore­s de Uber eran empleados de esta compañía.

Estas decisiones –algunas de ellas pendientes de apelación– pueden suponer un golpe fatal para el modelo de negocio de las plataforma­s por la sencilla razón de que éste se fundamenta no en una aportación tecnológic­a que aumente la productivi­dad de nadie (los conductore­s de Uber no llevan más pasajeros más deprisa que los taxistas), sino en el hecho de que los profesiona­les ganan y cotizan poco. Según el sindicato del transporte británico GMB, un conductor de Uber gana dos terceras partes del salario mínimo (5£/ hora en vez de 7,5), y según el diputado laborista que lideró un informe parlamenta­rio, Frank Field, los conductore­s de Uber “son tratados como los proletario­s ( sweated labor) de la época victoriana”.

El segundo frente de ataque, muy relacionad­o con el anterior, se refiere a que las plataforma­s pueden ofrecer servicios muy baratos a base de parasitar el Estado del Bienestar, y, en particular, el complement­o a los salarios bajos existente en el Reino Unido (y que aquí quiere introducir Cs).

Un informe del Parlamento del mes de mayo concluye que “el gobierno debe cerrar los agujeros que permiten actividade­s de falsos autónomos que representa­n un sobre coste para el estado del bienestar mientras, simultánea­mente, reducen los ingresos fiscales que lo sustentan”.

Finalmente, el tercer frente se refiere al incumplimi­ento de regulacion­es de seguridad. Por este motivo, hace un mes la autoridad del transporte de Londres ha decidido no renovar la licencia a Uber.

Este último golpe ha hecho que el nuevo consejero delegado de Uber haya aparcado la habitual arrogancia, se haya excusado en público y en una nota a sus empleados haya dicho que “en el futuro, es fundamenta­l que [...] aprendamos a ser un mejor socio en cada ciudad donde operamos”. Buenos deseos que deberían alertarnos: las plataforma­s destruirán todo lo que se les ponga por delante si no hay una autoridad que los obligue a ser “un mejor socio” de la ciudad.

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‘economía colaborati­va’ de Uber y Glovo, que no ofrecen talento, sino mano de obra poco cualificad­a
LA POLÉMICA La economía gig es también la ‘economía colaborati­va’ de Uber y Glovo, que no ofrecen talento, sino mano de obra poco cualificad­a
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