Ratonera para asilados
Australia llega a acuerdos con Papúa Nueva Guinea y con la república de Nauru para confinar en sus centros a los inmigrantes no deseados captados en el mar
Esta política permitía retener durante meses y sin explicaciones a cientos de personas
Durante el largo periodo de prosperidad y pelotazos anterior al crac del 2008, gozaba de escaso protagonismo el problema de los refugiados y solicitantes de asilo. Claro que en España se hablaba de pateras y cayucos, y todo el mundo guardaba en la retina espeluznantes imágenes de naufragios y playas sembradas de cadáveres de inmigrantes que murieron ahogados, pero distaba bastante de ser una preocupación acuciante.
Aun así, el problema desde entonces no ha hecho más que crecer, como también lo han hecho las vallas fronterizas, ahora con cuchillas, de Ceuta y Melilla. Mas por muchas vallas que se pongan, no por ello va a desaparecer el problema de la inmigración, lección que hace mucho aprendieron los chinos pero que a Trump aún le cuesta comprender.
Tienen mala prensa los inmigrantes, refugiados y solicitantes de asilo en esta Europa construida, como ahora vemos, con una argamasa demasiado débil. Por supuesto, lo más fácil es culpar a los llegados de fuera de todos nuestros males, que es lo que hacen los populismos, cuando lo que se tendría que hacer es atajar el problema en su origen. Para empezar, si en lugar de luchar en tantas guerras tan ruinosas como inútiles se concentraran nuestros esfuerzos en combatir la pobreza, regímenes corruptos y mafias, desaparecería en gran parte este fenómeno migratorio.
Una gran nación como Australia, hasta hace cuatro días tan aislada del resto del mundo, también se ve en la tesitura de tener que parar, o al menos frenar, el influjo de inmigrantes no deseados. En vez de levantar un muro como el que Trump pretende terminar de construir para poner fin a la supuesta invasión mexicana, Australia ha optado por llegar a un acuerdo con el Gobierno de Papúa Nueva Guinea que le ha permitido, hasta ahora, confinar a los refugiados no deseados en Manus, una de sus islas al norte del país, como asimismo con la Repú- blica de Nauru, una pequeña isla más al este, convenientemente perdida en medio del Pacífico.
Se trataba en sus inicios de una política muy ingeniosa cuyo éxito se basaba en aquello de ojos que no ven, corazón que no siente. Los australianos podía dormir tranquilos mientras su Marina interceptaba en alta mar las precarias embarcaciones en las que navegaban los solicitantes de asilo que huían de guerras y todo tipo de represión para luego transportarlos a una de las susodichas islas, sin que antes pisasen suelo australiano. Allí malvivían –y malviven–, contra su voluntad, en centros de retención mientras esperaban que la lentísima burocracia australiana estudiara su solicitud de asilo, sin que hubiesen cometido delito alguno o haber tendido ac- ceso a un juicio que justificara su detención.
El 19 de julio de 2013, cientos de los 543 internados se amotinaron. El resultado, tras horas en las que reinó un caos total, fue desolador. Aunque no habría que lamentar ningún muerto, el Nauru Regional Processing Centre (NRPC) quedó reducido a escombros. Se cifraron los daños en 60 millones de dólares australianos (40 millones de euros); 154 hombres fueron arrestados.
Un mes antes de que esto ocurriera, Mark Isaacs, un empleado del Ejército de Salvación de Australia en Nauru, abandonó la isla tras una estancia de casi un año. Puesto que se contaba entre las pocas personas que sabían lo que realmente estaba pasando en el NRPC, ya que los gobiernos de Australia y Nauru hacían lo posible para mantener a la prensa alejada de la isla, el joven activista decidió que era su deber averiguar lo que pasó ese día de julio de 2013 y por qué. El resultado de su investigación es Nauru burning (Edita, 2016).
Las causas de la revuelta se remontaban a la apertura misma del centro un par de años antes, fruto de un acuerdo entre los dos gobiernos aludidos. Los refugiados interceptados en alta mar y enviados a la isla fueron seleccionados de forma aleatoria. En el NRPC convivían tamiles, sudaneses, iraníes, palestinos, sirios, libaneses… cristianos, musulmanes, budistas…. En su mayoría eran hombres, pero también había mujeres y niños.
Desde el primer día se sentían prisioneros condenados sin juicio por un crimen que nunca cometieron. El calor tropical era sofocante. Nadie nunca les informó de manera adecuada de la verdadera naturaleza de su situación o qué porvenir les esperaba. Las noticias de fuera llegaban con cuentagotas. No fueron pocos los que quedaron afectador por una combinación de desesperación y desidia. Hubohuelgas de hambre e intentos de suicido; algunos se auto- lesionaron. Probaron cualquier medio que creyesen que pudiera hacer llegar su caso al mundo exterior.
Estremece el relato de la revuelta, sus causas y consecuencias. Pero una de las revelaciones del libro de Isaacs es que la seguridad del Centro iba a cuenta de una empresa privada. Al final, nadie pagó los platos rotos. El juicio fue una farsa. El 9 de diciembre de 2014, los últimos dos internados acusados de rebelión fueron exonerados.
¿Fin de la historia? Ni de lejos. El lucrativo negocio de la seguridad del NRPC sigue en manos de la misma empresa privada. Los únicos perdedores son los solicitantes de asilo de los que tan poco sabemos o –lo que es peor– queremos saber.