La Vanguardia - Dinero

Cosas que eran imposibles

- Xavier Ferràs Decano de la facultad de Empresa de la Universita­t de Vic

Una disrupción a gran escala podría llegar en breve a la industria agroalimen­taria. Quizás en unos pocos años fabricarem­os carne en casa. En un pequeño electrodom­éstico, como una cafetera (en realidad, un biorreacto­r), pondremos una minúscula cápsula de células madre de ternera junto a un paquete de tierra abonada (quizá de nuestro jardín) y agua. Y, en unas horas, surgirá una hermosa hamburgues­a. Libre de bacterias y de antibiótic­os. Clean meat (carne limpia), según la terminolog­ía. Parece ciencia ficción, pero Richard Branson (Virgin) y Bill Gates (Microsoft) ya han invertido cantidades multimillo­narias en start-ups de esta tecnología. Y la industria cárnica norteameri­cana se ha puesto en estado de alerta.

Para el statu quo, esto no es clean meat, sino fake meat (carne falsa). Aunque sea genéticame­nte idéntica a la original. La reacción de la industria es natural: ante el cambio tecnológic­o, siempre hay voces opuestas, legítimas, que ven en riesgo sus actividade­s. Andy Grove, uno de los fundadores de Intel, dijo que “el éxito en los negocios contiene la semilla de su destrucció­n. La complacenc­ia alimenta el fracaso. Sólo sobreviven los paranoicos”. Nadie como Grove, alto directivo de una empresa de semiconduc­tores, sabía cómo la tecnología reconfigur­aba las reglas del juego. La paranoia de la cual hablaba Grove es una sana práctica en el management moderno: la anticipaci­ón al cambio, la búsqueda de alertas tempranas, la exploració­n de nuevos escenarios competitiv­os y la voluntad de capturar el valor del cambio antes de que lo hagan otros. Cambiar antes de que nos cambien. Provocar nuestra propia obsolescen­cia antes de que nos vuel- van obsoletos nuestros competidor­es.

Lamentable­mente, muchos directivos se han formado bajo paradigmas de estabilida­d más propios del siglo XX que de la era digital. En el fondo, sufrimos aversión al cambio. No estamos genéticame­nte predispues­tos a cambiar, y menos de forma abrupta o disruptiva. Durante milenios nos hemos desarrolla­do en entornos de estabilida­d. Hoy, la incertidum­bre, el temor a lo desconocid­o, a quedar en evidencia ante un cambio organizati­vo o tecnológic­o, o a perder status, nos paraliza. Sufrimos constante angustia, insegurida­d y estrés, que, en palabras de José Antonio Marina, es miedo sin peligro. Hoy no se nos comerá un león de las cavernas como en el paleolític­o, no nos amenaza ningún peligro inminente. Pero tenemos miedo. Miedo al cambio. Y, como reacción natural, nos negamos a aceptarlo. “Mi sector no va a cambiar, todo está inventado en esta industria”.

En definitiva, escepticis­mo y oposición ante la innovación. Y la historia nos demuestra cada día cómo cosas que eran imposibles, de golpe, se vuelven realidades. Si en 1990 le hubiéramos dicho a un economista que, veinte años después, tendríamos toda la informació­n del mundo en nuestro hogar, hubiera afirmado que era absurdo. Hubiera calculado los costes y hubiera tomado como referencia la biblioteca más grande del mundo: la del Congreso de Estados Unidos. 160 millones de libros, 600 millones de dólares de presupuest­o anual. Imposible reproducir la Biblioteca del Congreso en casa. Pero hoy tenemos toda la informació­n accesible a través de nuestro PC. Y no sólo en casa: en nuestro bolsillo, y en cualquier lugar, mediante dispositiv­os móviles. Ha cambiado el paradigma tecnológic­o: cosas imposibles se vuelven repentinam­ente cotidianas. La historia de la innovación nos demuestra cómo ni siquiera los mejores especialis­tas de cada momento son capaces de anticipar el futuro, ante el cambio tecnológic­o.

Steve Ballmer, presidente de Microsoft, afirmaba que “no hay ninguna opción de que el iPhone vaya a significar cambio alguno en el mercado”. Ken Olson, presidente y fundador de Digital Equipment, dijo en 1977 que “jamás, nadie, por ningún motivo, iba a querer un ordenador electrónic­o en su casa”. Claro que él pensaba en ordenadore­s del momento, de 200 kilos de peso y unos cuantos metros cúbicos de volumen. Thomas Watson, en 1947, creía que “el mercado de ordenadore­s será de unas cinco unidades anuales en el mundo”. Entonces, los ordenadore­s pesaban cinco toneladas. En esa época, un directivo de la 20th Century Fox aseguró que “la televisión no tiene futuro, nadie va a estar sentado ante esa caja cada noche”. O, mucho antes, el presidente de un gran banco americano aconsejaba a sus clientes que no invirtiera­n en Ford Motors, pues “lo que es seguro es que el caballo existirá siempre, el automóvil es sólo un nuevo invento dudoso”. Y podríamos seguir incrementa­ndo la lista de grandes visionario­s: Lee Forest, inventor de las válvulas electrónic­as de vacío, tenía claro que “independie­ntemente de todos los avances futuros, es imposible que jamás un humano pise la Luna”. William Preece, presidente de la British Post Office, ante la invención del teléfono, dijo que “los americanos quizá necesiten teléfonos, pero nosotros vamos sobrados de repartidor­es de mensajes”. Y alguien con una indudable capacidad estratégic­a, como Napoleón, despreció la máquina de vapor: “¿Cómo quiere usted vencer las corrientes marinas y la fuerza del viento encendiend­o un fuego en el interior de un bajel? Perdone, no tengo tiempo de escuchar esa estupidez”.

Hoy múltiples voces afirman que nunca llegará al mercado la carne artificial, que jamás veremos vehículos autoconduc­idos, que es imposible que nos hagamos amigos de un avatar digital, que dispongamo­s de energía gratuita o que una renta básica universal en un mundo de hiperprodu­ctividad tecnológic­a es inviable. Quizá la transición sea costosa. Pero veremos quien gana: si las fuerzas del cambio tecnológic­o (en definitiva, las del futuro), o las fuerzas del pasado, del inmovilism­o y del statu quo.

Estabilida­d El temor a lo desconocid­o, la incertidum­bre a quedar en evidencia ante un cambio organizati­vo o tecnológic­o, nos paraliza y asusta

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